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“Cataratas (y no las del Niágara)”

Un artículo de Jaume Santacana

Perder vista.
Perder vista.

Uno está de un viejo que no se puede aguantar: las antiguas capacidades físicas —que todavía no las mentales; de momento— van mermando con la misma periodicidad y regularidad que las agujas de un reloj. El tiempo no perdona y, como vamos repitiendo a menudo, la edad tampoco perdona. Le llaman ley de vida y eso suena a un puro eufemismo referido a que la distancia con la muerte se va reduciendo…lenta o rápidamente; eso ya depende. Naturalmente, y en consecuencia, también la distancia con la infancia va aumentando de forma totalmente proporcional. No hay más cera que la que arde. Dos y dos son cuatro, de momento, y a quién Dios se la dé, San Pedro se la bendiga.

Disculpen ustedes la falta de objetividad y de rigor periodístico. Me voy a referir en las próximas líneas a mi persona, cosa mala, reñida con la ética periodística más estricta. Lo siento.

Me han operado de cataratas. Bueno, seamos políticamente correctos: hoy en día, el verbo “operar” ha dejado de existir, por lo menos para los profesionales de la sanidad; ahora se debe usar “intervenir”, palabreja que en el sentido estricto que le da la Real Academia Española (entre catorce acepciones más) reza: “operar quirurgicamente”, entendiendo que lo quirúrgico es aquello relativo a la cirugía que, a su vez, significa “curar operando la parte dañada del cuerpo”. Así, tal cual.

Total que, ante una evidente borrosidad (palabra inventada ahora mismo pero que creo adecuada) de mi ojo derecho, los médicos —en este caso oftalmólogos (otra palabra que parece inventada, pero no)— decidieron, tras diversas exploraciones, atacar el problema e intervenir para mejorar mi visión.

A la recomendación del doctor de turno no tuve más remedio que aceptar sus órdenes y someterme a la intervención. No se crean ustedes, tuve mis dudas. Pensé: “para lo qué hay que ver…”; pero, en definitiva, me dispuse a obedecer ciegamente (nunca mejor dicho) a mi galeno y empecé a ponerme gotas y más gotas dentro de mi hueco ocular para dilatar mis bonitas pupilas teñidas de un azul “nórdico” que enamora a propios y extraños.

El quirófano (la sala apropiada para operaciones quirúrgicas), se quiera o no, siempre impone; sobre todo cuando uno penetra echado en una camilla sobre ruedas y consciente. Uno observa el techo de los pasillos que conducen a dicha sala y su grado de atención gira en torno a la velocidad del señor camillero de turno. El mío, el camillero, iba a toda leche, la verdad sea dicha y un servidor, intentando seguir los fluorescentes, creyó que me llevaban arrastrado en un AVE.

Una doctora anestesista me comentó, muy dulcemente, que me iba a pinchar para que me sintiera sosegado, plácido y apacible (exactamente con esas palabras) lo que me indujo a comentarle si, con su líquido, me desplazaría “tiernamente” al otro mundo. Sonrió levemente y me comentó que sería como si me hubiera tomado un par o tres de “limoncello’s”, a lo que le respondí que mejor unas copas de “grappa barricatta”.

Ya en la operación propiamente dicha, veía a los interventores y los oía perfectamente con el ojo bueno y con la ayuda de mis orejas, claro, pero en el ojo malo —en el que estuvieron hurgando un buen rato— vi lo que sería una película de dibujos animados; como diría Rajoy, muy dibujitos y mucho animados; colorines por un tubo y bailes de palitos, redondelas, formas exóticas y bailes tropicales. Recordé a la maravillosa “Fantasía” de Walt Disney. Una maravilla, la verdad: lo pasé pipa… y gratis.

Parece que, durante la intervención, el equipo quirúrgico se lo pasó la mar de bien con mis comentarios. Casi les retransmití la película en voz alta… y, me comentaron, que “mi voz era como la de un borracho”. Ha sido el “limoncello”, claro.

Ahora, ya en casita (y asistido maravillosamente por un Ángel descendido del Paraíso, Carmen de nombre) me recupero felizmente y me harto de llorar a base de “paellas” de gotas que penetran en mi cavidad ocular y de películas ramplonas y cursis tales como la biografía de Celine Dion.

Unas cuantas horas después de este trance quirúrgico, empiezo a vislumbrar, lentamente, muy lentamente, las cosas que se me ponen por delante, las bonitas y las feas. Y, la verdad, me siento en deuda con el equipo de expertos que, brillantemente, trabajan para solucionar problemas humanos; algo, sin duda, muy hermoso y ejemplar.

Así es la vida.


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