Durante los últimos tiempos, se celebran elecciones políticas en España con una periodicidad sumamente breve. Las legislaturas ya no duran lo suyo, lo que pertocaría según las leyes; se agotan antes de tiempo por diversas causas (entre otras, por la polarización de partidos y la consecuente dificultad en la creación de mayorías parlamentarias capaces de gobernar con una cierta estabilidad). Avanzar las elecciones se está convirtiendo en la norma, más que en una situación de excepcionalidad. Últimamente —como dirían en el Madrid castizo— salimos a elección por trimestre, ya sean municipales, autonómicas, generales o europeas: éramos pocos y parió la abuela.
Así que, visto lo visto y aprovechando una pausa entre las gallegas, las vascas, las catalanas y ahora las europeas (sin contar con algunas posibles repeticiones), me he dedicado a hurgar entre mis libros, y he encontrado una monografía muy erudita de un sabio alemán (no vale la pena que cite su nombre: no les iba a servir para nada; no lo conoce ni el tato y, además, tiene un nombre impronunciable)) sobre los anuncios en la antigüedad pagana. La Vía Sacra y el Foro de Marte eran los lugares predilectos para las distinguidas matronas romanas cuando salían de compras. En materia de publicidad, esos rincones romanos venían a ser como los actuales Picadilly Circus, en Londres; Times Square, en Nueva York; la Place de l’Opera, en París, o la Gran Vía, en Madrid. Cada negocio tenía su símbolo anunciador. Muchos de los carteles publicitarios, esculpidos en piedra, claro, todavía se conservan. Se trata de rótulos simples y sencillos, pero contundentes. Para los banqueros, por ejemplo, se utilizaba una balanza de oro fino; para los lecheros, una cabra; para los taberneros, una ánfora llevada por dos hombres; y así…
Durante estas últimas semanas, los periódicos han hablado de las magníficas restauraciones que se están llevando a cabo en Pompeya. Conozco bien lo que queda de esta ciudad enterrada bajo las cenizas del Vesubio. La he visitado varias veces. Es una auténtica joya; ¡y lo que queda por encontrar! Entre los numerosos conocimientos que se van extrayendo bajo las ruinas gloriosas, ahora sabemos que cada año, en Pompeya, se realizaban elecciones municipales; casi como en nuestros lares. Se acaban de descubrir unos mil ochocientos anuncios murales recomendando a unos candidatos y menospreciando a otros. Como verán ustedes, la historia es tan relativa que uno podría llegar a pensar que la evolución es más bien escasa y que los tiempos tampoco han cambiado tanto. Los ejemplos que les voy a brindar reflejan, sin duda, una curiosa similitud con la publicidad electoral de nuestros días y, más en concreto, en nuestro país: “¿Queréis que vuestros panaderos no os den el pan falto de peso? ¡Votad a Julius Polybius!”; “A Vatia —refiriéndose al edil Marcus Cercinius Vatia— no pueden votarlo más que los vagabundos. ¡Votad a Cornelius!”; “¿Conocéis mejor vino que el de Petronius Marcial?; ¿Habéis probado los otros? Pues entonces ya sabéis dónde adquirirlo: ¡Votad Petronius: el indiscutible!”; ¡La gestoria “lex” no defiende a corruptos! “La mujer del maior (alcalde) es corrupta y su amante es propietario de varias tabernas de prostitución: ¡Vóta a Cayus, su familia es honesta y lo parece…!”
Ante la próxima campaña electoral que se avecina, gracias a las buenas artes negociadoras de nuestros insignes políticos y a su inmejorable nivel de capacidad intelectual y política, dicho sea de paso, propongo retomar la sencillez y la austeridad publicitaria de los políticos de Pompeya. Golpe raso y directo, definitivo, sin monsergas ni melindres; una contundencia a prueba de insultos y oratorias ofensivas; simplicidad en el mensaje; nada de citar programas electorales o, si lo hacen, que sea sobre papel mojado; las descalificaciones lo más precisas posibles intentando arruinar al contrario con todo el peso que ofrece una agresividad moderna y demoledora; debates en los que las pullas entre los candidatos sean el centro de atención de los diversos planteamientos políticos, sociales y económicos y con la particularidad de que el candidato que flojee en su lenguaje o aminore sus insultos pueda caer al vacío, al estilo del famoso programa de televisión ¡Ahora caigo!; y, finalmente, vía libre a la grosería más contumaz en el ring de las redes sociales. Para que triunfen estas mis propuestas, hace falta anular la Junta Electoral Central: esas peleas no necesitan arbitraje; ¡hay que ir a por todas!, sin pestañear ni con lagrimeos absurdos.
¡Caiga quien caiga!
… el presidente vuela en Falcon, qué vergüenza, debería hacerlo como todos, en clase turista, aunque llegue tarde a las reuniones de la cumbre de jefes de estado… Pero Petronius asegura que si gana, seguirá usando ese avión, y seguirá comiendo ese buffet y bebiendo de ese selecto mueble bar, qué curioso… pero claro, ya no será el actual presidente, sino Petronius, y de eso se trata, ¿verdad?