Hoy en día, ya no son cuatro los pirados iluminados por el esperanto y por la armonía de un mundo utópico los que se dedican a resbalar por el declive más o menos pronunciado de un monte en la estación más cruda del calendario; no, señores, actualmente se cuentan por millares los cabezas de chorlito que se lanzan, sin más pesquis que aquella que les fue concedida al venir al mundo, promontorio abajo sin encomendarse ni a Dios ni al Diablo. Las multitudes que aparecen, cada quince de agosto, en las portadas de los periódicos —en una fotografía ya clásica en la que se observa a miles de individuos comprimidos en una tórrida playa— son las mismas que se asoman ante las cámaras, un primero de enero, esperando turno para subirse a unas sillas mecánicas que les remolcarán hacia lo alto de una montaña para, una vez arriba, recomponer el recorrido inverso, esta vez a toda leche.
Para tal descabellado cometido, las masas invierten unas cuantas horas esperando su correspondiente silla y unos breves minutos para despeñarse por el macizo deseado. Evidentemente, las condiciones meteorológicas no son las más elegantes como para permanecer estáticos guardando una dilatada cola y, aun menos, para precipitarse por una pendiente prácticamente helada. Si a estos alicientes añadimos que, antes de la penosa espera por la dichosa sillita, las masas han madrugado, muchas horas antes, para ponerse al volante de su coche y quedar bloqueadas en la carretera por exceso de vehículos que se dirigen al mismo destino (a la puta silla) y, por si fuera poco, a la vuelta, el atasco se formará con las mismas caras… la operación bajada se presenta redonda y completa.
Para más inri, con las temperaturas absolutamente adversas y el viento escalofriante, el gentío —por mucho calor animal que se genere— debe ataviarse con una cantidad grotesca de ropa de invierno: botas especiales (pesadas e incómodas), dobles calcetines de lana de cordero escocés, pantalones termoestáticos y apretujados, camisetas, camisas, jerseys, chaquetas y anoraks, amén de bufandas, pasamontañas, gorros como felpudos, gafas de sol pijas, etc. ¡Una bicoca, oigan!
Total, una intemerata de horas desperdiciadas, lamentablemente, por unos minutitos de nada de patosa (en la mayoría de casos) resbalada.
Ya me dirán ustedes…
…con lo bien que está uno en casa, frente al fuego confortable del hogar, con Alicia de Larrocha jugando con la suite Iberia del gran Albéniz y con un buen libro tal como los pensamientos de Montaigne o, sin ir más lejos, las poesías de Leopardi.
Y con un sillón propio, sin previa tanda; en un cómodo y ligero pijama y unas prácticas zapatillas de cuadros; degustando una taza de té humeante y reconfortante; y con todas las horas libres, por delante y por detrás.
Como para tirarse por la montaña… ¡por favor!