No suelo ir, jamás de los jamases, a espectáculos de masas. Me da repelús verme rodeado de vulgo por todas partes; díganme elitista si les place; no me importa.
Los estadios de fútbol me producen pánico, propio y ajeno. Cientos de miles de seres humanos (más humanos que humanas) vociferando como fieras, insultando e injuriando a todo quisqui, berreando y desgañitándose a gritos con un vocabulario harto soez amparándose en el más puro anonimato cobarde, abyecto y ruin. Eso viene a ser este deporte nacido en la Gran Bretaña.
Por supuesto, aborrezco ir al cine, arte que permite, actualmente, que una pandilla de groseros (situados en todas las filas y, por consiguiente, en las butacas adláteres a uno mismo) se pasen la sesión masticando borona, migo, millo, zara o panizo —o sea, palomitas de maíz— con la boca abierta y su consecuente crujido y chasquido buco-paladar unido a su pestilencia tan poco sensual.
Menos, todavía, soporto los conciertos multitudinarios que se celebran diariamente en locales o escenarios enormes, faraónicos (playas incluidas), en las que decenas de miles de sujetos —muchos de ellos en edad del pavo, con su acné y su sonrisa merluza y poco formal— destrozan sus pabellones auditivos con algo mal llamado música que, aun por encima, dicen que forma parte de lo clasificado como “cultura” y, en realidad, se llama reggaeton o, si lo prefieren reggaeton, que también es correcto; o eso parece ser. El 95% de esos prójimos no ven nada del repertorio musical (?!¿!?!), debido a que solo ven el encuadre del visor de su teléfono móvil. ¡Vaya por Dios! De ese 95% que “ven” a través de su móvil, un 48’7% se besan con frenesí y desenfreno.
Tampoco asisto a conciertos de música clásica porque, sobre el sonido instrumental u orquestal sólo se escuchan las toses de los resfriados mal curados, habitualmente acompañadas , esas toses, de carraspeos y expectoraciones varias.
Total, visto lo visto, como espectáculo que me mola y me hace flipar mandarinas acudo, semanalmente, a un aeropuerto; habitualmente, al de Barcelona y al de Palma de Mallorca.
Es una auténtica delicia y, no solo por el vuelo en si —que también—sino por la representación en su conjunto: suelo salir de casa en plena oscuridad de la noche (tempranito); camino, tranquilo, hacia el metro, donde comparto vagón con cientos de señoras de la limpieza industrial y empresarial, obreros de la construcción, panaderos ya de vuelta a casa y menesterosos habitantes del ocio nocturno, también de regreso y resaca; del metro al Aerobús de turno que, en algo más de media hora, te deja en los “Pajaritos” (expresión de taxistas para denominar al aeropuerto).
Entro en el monumental edificio público y miro en el panel la numeración de las compañías para facturar maletas. Aunque no lleve equipaje, no me pierdo la enorme cola para acceder a la ventanilla de facturación. De ahí me dirijo a lo que llaman la “sierpe” o “serpiente” que es, nada menos, que el largo recorrido, a pie para alcanzar, finalmente, el control de vuelo; una serpentina, vamos. Aunque la cola sea digerible, la “serpentina” humana obedece fielmente y respeta los palos (móviles; aunque nadie los mueve jamás, para diversión de funcionarios aeroportuarios) hasta llegar a la meta, donde el pueblo se desnuda ante la mirada atenta y chillona de un nutrido grupo de trabajadores de “seguridad”, algunos de los cuales no paran de gritar (chillar) todos los preceptos necesarios para pasar la prueba. El efecto rebaño maltratado se muestra con todo su esplendor.
Una vez revestidos, recalzados, recinturoneados convenientemente y desposeídos de líquidos externos, volvemos a revisar los paneles para ver la puerta de embarque a que nos debemos dirigir. Otra excursión. Llegados, finalmente, a la sala de espera, los futuros pasajeros de acomodan en los mullidos y confortables sillones para esperar a penetrar en las aeronaves. Justo en ese momento de sosiego, siempre aparece un papanatas que se coloca primero (y único) en una cola hasta ahora inexistente, lo que provoca que todo el mundo se situe detrás suyo y se forme una larguísima fila esperando el momento de la llamada que, sin ir más lejos, puede durar alrededor de una horita fácilmente. Durante este lapso de tiempo pueden pasar dos cosas: una, que se anuncie una demora en el vuelo, cosa absolutamente habitual; y dos, que cambien el número de la puerta de embarque, con lo que la larga cola se deshace para iniciar una feroz y caótica huida hasta el nuevo recinto anunciado. Ahí, en el nuevo lugar, se vuelve a formar una cola con los puestos y turnos renovados (aunque el papanatas ha conseguido correr más que los demás y sigue ostentando el primer lugar de la clasificación).
En cuanto autorizan el embarque, la próxima espera se produce en los llamados “fingers”, la plataforma de entrada al aparato. Esta nueva fila se produce a causa del lento ingreso de algunos pasajeros para ocupar sus respectivas butacas en el avión. Algunos tardan un montón para colocar sus maletas en los compartimentos habilitados para tal menester, colapsando el pasillo e impidiendo la entrada rápida de los demás viajeros.
Finalmente, cuando el avión ya se halla ocupado por todo el mundo, el avión tarda otro montón en moverse e iniciar su largo y lento periplo por las pistas antes de situarse en el punto de partida asignado por la torre de control. El viaje —aunque sea teóricamente breve; el mío a Palma, unos cuarenta minutos— es de una incomodidad tangible y perfectamente definible: estrechos como si estuviéramos haciendo el amor con los de al lado; con corrientes de aire (de viento); con el pasajero delantero declinando su asiento para recordarnos a sus ancestros; con bebés berreando sin final; con pasajeros que lucen chancletas o camisetas sin paño en las axilas superiores lo que produce un excelente perfume que recuerda al musgo o a judías arrojadas, etc…
Un momento culminante y decisivo: justo el aparato posa sus ruedas sobre el suelo balear, cuando la parte trasera de su aforo se levanta de sus sillones y se instala en el pasillo central de la nave, consiguiendo un efecto deplorable en el orden de salida. Pueden pasar quince minutos o más hasta que se llega al “finger” seleccionado. Con toda la plebe ocupando el pasillo y con la recuperación de los consiguientes equipajes, el desembarque se hace lentísimo y esperpéntico. Una vez “salidos” con dificultad y alevosía (por culpa de la imbecilidad generalizada), la última excursión hasta la salida.
Un servidor, cuando llega al exterior del aeropuerto de Palma, da media vuelta y reinicia todo el proceso a la inversa: vuelvo al mostrador de facturación (aunque no facture), la “serpiente”, el control… y así hasta la llegada a Barcelona.
Que conste que hago esto por puro placer; es mi “espectáculo” semanal y lo disfruto como un niño con zapatos nuevos. Es más: me he empadronado en la ciudad de Palma porque así, de este modo, los viajes me cuestan un 75% menos del precio del billete, por aquello de abaratar la insularidad. Cuando me haga mayor, me empadronaré en Santa Cruz de Tenerife, para cambiar de ruta.
No se pueden ustedes imaginar el deleite, la fruición y el regocijo que me produce asistir, semanalmente, a esta magnífica ceremonia de goce cultural, de ocio y bienestar general.
¡Viajen, viajen…!