Dícese del verbo plagiar que consiste en copiar en lo sustancial obras ajenas, dándolas como propias. Entiendo que la comisión de esta acción que, según el Codigo Penal español, es constitutiva de delito, adquiere su máximo esplendor en lo referente a la literatura y a la música, aunque, a ratos, se conocen casos flagrantes realizados a partir de pinturas, esculturas u otras artes. Antes de proseguir este artículo debo comunicarles que lo hasta ahora escrito me lo he sacado de la manga, es decir, que no lo he copiado —ni en lo sustancial ni en lo accesorio— de ningún artículo anterior al mío; o eso creo. ¿Que puede que alguien, en un tiempo más o menos remoto, haya escrito las diez primeras líneas idénticas a las mías y yo sin enterarme? Puede, ¿por qué no? Si esto fuera así, yo sería castigado como plagiador compulsivo, caso de que ese alguien anterior interpusiera su correspondiente denuncia contra mi ser; plagiador involuntario, añadiría.
Pero es que a mí, señores y señoras, no me da ninguna vergüenza reconocer que me siento inclinado a enaltecer a las personas que plagian, siempre y cuando, claro, lo hagan bien, es decir, a conciencia, de manera limpia, atildada y pulcra. No al plagio cuando se codea con la chapuza.
Y precisamente de eso último trata el enorme frangollo en que se ha visto implicado el, todavía hoy, Magnífico Rector de la Universidad Rey Juan Carlos sita en Vicálvaro (antes municipio, actualmente sólo distrito de la capital de lo que, también todavía hoy, se considera el Reino de España). La tosquedad que ha cometido el susodicho Magnífico, el señor Fernández Suárez Bilbao, es de tal magnitud que no puede merecer otro calificativo que el de la más estricta imbecilidad y procacidad, amén de una inmensa estrechez de miras. Resulta que el catedrático de marras publicó un trabajo universitario que, según el dictamen de un perito calígrafo, “es una copia sustancial, literal, total, conciente y mecánica de la obra El estatus del poder judicial en el constitucionalismo español (1808-1936), escrito por el catedrático catalán Miguel Ángel Aparicio. El pésimo plagiador ha copiado clara e inequívocamente 111 páginas de un total de 180 que contiene la obra citada. La verdad: ¡hay que ser gilipollas! Si el Magnífico hubiera usurpado la totalidad del trabajo, seguramente no lo habría notado nadie; pero el intrépido caballero decidió cambiar solamente 69 tristes páginas, lo que, a ciencia cierta, le reportó, además, un esfuerzo muy superior al que hubiera representado redactarlo de nuevo, sin copiar, en plan original.
En mis años mozos, estudiando un servidor en la Universidad Autónoma de Barcelona y cursando estudios de Historia, plagié, sin ninguna clase de escrúpulos, una serie de artículos sobre Felipe II publicados en una sensacional impresión y con cubiertas lujosas, escritos por el entonces considerado gurú de los historiadores españoles oficiales, Don Claudio Sánchez Albornoz. Copié, al pie de la letra, la integridad de estos trabajos sin que le faltara ni una coma ni un punto. Mi catedrático —que, para más inri, se consideraba a sí mismo un gran especialista en Sánchez Albornoz— no pilló mi estafa y me concedió un simple y ruin aprobado. ¡Toma ya!
Todo esto tiene cierto parecido con el tema de los currículums: ¿Quién no ha hinchado en su vida su propio currículum? Yo, sin ir más lejos, he presentado currículums harto increíbles, con títulos falsos de licenciaturas, diplomas, masters en el extranjero, doctorados y experiencias nunca vividas. Nunca nadie dudó de mis capacidades y durante toda mi vida me vi confortablemente contratado por una cantidad ingente de empresas importantes y de reconocido prestigio, incluso internacional. Siempre di el pego, sin mácula alguna.
Puede que yo no sea un ejemplo ante la sociedad, pero hay que reconocer que las chapuzas o se hacen bien o no hace falta ni tan siquiera intentarlo. Disculpen mi sinceridad y, sobre todo, mi tremenda vanidad. Gracias.