Ya sobradamente entrados en el siglo XXI, las normas que regían el comportamiento de la sociedad para el mejor bienestar de los ciudadanos han sufrido un substancial desplome, descendiendo a niveles jamás sufridos por la humanidad.
Un esperpéntico índice de egocentrismo general se ha apoderado del pueblo y el bien llamado civismo ha dejado de existir. Lo único importante y decisivo para cada una de las almas que circulan y pululan por doquier es el “yo” particular y exclusivo. El famoso “vaya yo caliente…y ríase la gente”, del ínclito Luís de Góngora, ha triunfado estrepitosamente en las profundidades del comportamiento social. Para poner un ejemplo visualmente nítido, sólo hay que ver el vestuario (en general, claro) que utiliza el personal para circular por ahí: en chándal (cómo mínimo), zapatillas deportivas (o no tanto), chancletas sudorosas como todo calzado (con su musgo incluido), camisetas imperio (con vistas panorámicas de axilas ancestrales), tatuajes grotescos (que, por lo menos, ocultan deformaciones dermatológicas) y otras prendas similares. Un circo de mal gusto, una horterada generalizada y un nulo respeto a la Creación que Dios nos regaló en su día.
Pero eso no es todo; ni mucho menos. Echemos un vistazo a los aeropuertos, para poner un ejemplo: para empezar, los empleados que trabajan para las empresas de seguridad en el control de pasajeros dispensan a las personas sometidas a su obediencia un trato denigrante y altamente ignominioso que jamás utilizaría un pastor pasiego con sus ovejas; ni aun con las descarriadas. Siguiendo en el mismo aeropuerto, ya en el acto del embarque, y casi una hora antes de la salida del aeroplano, algunos pasajeros inician una estúpida e inútil cola que obliga a seguirla al conjunto de los viajeros que bien podrían estar descansando en los cómodos sillones que el habitáculo aeroportuario ofrece. ¿Para entrar antes en las cabinas de vuelo? ¡No! ¡Para joder! En el interior del aparato —y con la evidencia de la estrechez de medidas para cada cuerpo humano— algunos reclinan hacia atrás sus asientos dejando resquebrajadas las rótulas de sus vecinos posteriores; esto ocurre, incluso, en los vuelos de menos de una hora. Y todavía no se acaba aquí la cosa; falta la traca final: en el momento en el que las ruedas del avión se posan sobre el cemento de la pista en el aterrizaje en el destino, la masa descortés, chabacana y ordinaria se levanta de sus aposentos y colapsa el pasillo central de la cabina, retrasando vivamente la salida airosa de los viajeros y creando un clima de desorden caótico, en lugar de proceder a un desembarco ágil, cívico y civilizado.
Hay mil aspectos más que resaltar sobre actos habituales cargados de un espíritu incívico total que destacan la falta de lo que antes se denominaba la urbanidad. Algunos ejemplos: la circulación de patinetes y bicicletas (a toda leche) sobre las aceras destinadas a los viandantes (no hagan la prueba —pero si la hicieran— saldrían malparados: si advierten a estos individuos de su comportamiento se exponen a recibir una hostia en plena cara o, como mínimo, una sarta de insultos propios de un académico de la RAE).
En los aparcamientos de motos, muy poca plebe deja su moto en el lugar correcto, controlando las líneas de marcaje en el suelo, provocando que el motorista que quiere salir no lo pueda hacer por la excesiva proximidad de la moto contigua mal aparcada. Otro ejercicio evidente de falta de incivilidad es la moda de mover retrovisores de motos y coches aparcados correctamente.
La muchedumbre que circula por los montes, ríos y otros lugares que nos ofrece la naturaleza, suele ofrecer un espectáculo de ruina moral que despierta en los humanos, cívicos y normales, vómitos de desilusión y cabreo a la vez: dejan sus espacios llenos de basura y desperdicios como clara muestra de que se acerca el Juicio Final y ya están afinando las trompetas de Jericó (próximo Apocalipsis).
¿Y los clientes de bares nocturnos que, a altas horas de la madrugada, berrean como locos impidiendo en plácido sueño de sus conciudadanos? ¿Y los que se saltan semáforos en rojo? ¿Y los chavales que no se levantan de su asiento en el autobús, metro o tren para ceder su puesto a viejecitos, discapacitados o señoras preñadas? ¿Y aquellos que, cual lamas, no paran de escupir en medio de la calle? (moda china, por cierto) ¿Y los y las gentes que se saltan turnos y tandas en tiendas y supermercados?
¿Y los que…? No acabaríamos nunca.
Creo que este desastre generalizado no tiene un buen porvenir; ni tan sólo un venir…
¡Que baje Dios y lo vea! O no, mejor que no baje… ¡Le daría la razón a Nietzsche!