Las Reglas de Urbanidad se iniciaron cuando el hombre empezó a relacionarse socialmente y comprendió la necesidad de establecer unas formas, reglas, conceptos y modales de respeto al prójimo y una manera formal, elegante y apropiada de relacionarse con otras personas. En eso consiste la urbanidad: una forma correcta de comportarse, agradando en lo posible a los demás.
Como los españoles solemos ser extremados en todo, hemos pasado de un extremo a otro. La vieja urbanidad ha quedado anticuada, por no decir ridícula, y hoy no se enseña a los niños, ni en el colegio ni en casa, siquiera los mínimos principios de una agradable convivencia. Estamos, creo yo, en tiempos de transición de una urbanidad a otra, entre una urbanidad que ha pasado a la historia y otra que aún no ha llegado.
Desde que se instauró la democracia en España, estamos comprobando, con gran decepción, que los políticos de distintas tendencias no se ponen de acuerdo para establecer un sistema de educación que se mantenga vigente, gobierne el partido que gobierne, durante un tiempo mínimo de treinta años, más o menos. Y curiosamente, no vemos a ningún político que proponga una asignatura tan primordial como eran las Reglas de Urbanidad, con las que fuimos educados los que estamos tan lejos ya de aquellas normas elementales que nunca debieron dejar de impartir en los colegios de infancia actuales.
Qué duda cabe que todo debe irse adaptando a la evolución de la sociedad, y las normas de urbanidad que aquí proclamo también deberían adaptarse a los tiempos que impongan las diferentes formas de vida, pero manteniendo siempre la cortesía civilizada en la relación con las demás personas y exige el tacto social de cada época.
Merece reflexionar por qué se han perdido estas prácticas y se ha impuesto en España como norma el tuteo entre desconocidos, sin que tenga importancia alguna la dignidad que merece un anciano, un premio Nobel o un presidente de gobierno: todos somos coleguillas, y se ha convertido el trato hortera en un síntoma de modernidad y buenas prácticas… Lo contrario es de fachas.
La urbanidad (hoy llamada civismo) lo enseñaban y practicaban en la escuela y en la familia. Recuerdo que la primera asignatura que me enseñaron cuando empezaba a leer en un colegio de párvulos se llamaba “Tratado sobre las Reglas de Urbanidad”. Su aprendizaje y cumplimiento era exigido para acceder al curso siguiente, como lo era más tarde tener una ortografía impecable en el examen de ingreso para poder pasar al primer curso de bachillerato. Es decir, urbanidad y ortografía eran dos asignaturas necesarias e imprescindibles para poder iniciar los importantes siete cursos de bachiller de aquella época. Y recuerdo que nuestros padres eran los principales examinadores de la asignatura de urbanidad, porque en nuestra casa estábamos obligadas a practicarla cada día.
Esas normas de convivencia pública son de dos tipos: unas escritas, reguladas legalmente; otras, no escritas, basadas en los buenos modales, la educación, el respeto, la cortesía –que puede parecer una cursilería propia del siglo XIX–.
Respetar el contorno del “otro” facilita y mejora la vida en sociedad, ya sea en la familia, el trabajo, lugares públicos, transporte, la escuela… Los resultados de ese talante cívico se percibirán en el comportamiento diario de los ciudadanos: limpieza de calles y jardines; respeto al mobiliario urbano; uso correcto del transporte público; cómo se facilita la vida a las personas mayores o con dificultades de movilidad; en la seguridad, en la evitación del estruendo, tráfico, control de las mascotas con sus antisociales defecaciones.
Añadamos, por el peligro que representan, a ciclistas y conductores de patinetes. Se ha facilitado y regulado su uso –carriles exclusivos de doble sentido, limitación de la velocidad, uso de casco, seguro, prohibición de circular por zonas peatonales y de transporte de cosas o personas…–, pero la simple observación permite constatar su sistemático incumplimiento.
Las normas escritas obligan a todos y prevén correctivos para el incumplimiento, pero el ser humano es frágil, olvidadizo, individualista, egoísta y con tendencia a pensar poco o nada en los otros. De ahí, que, además de regular, sea imprescindible el control del cumplimiento, sin que esto suponga una violación de la libertad individual, como muchos creen.
Esa vigilancia, disuasoria y punitiva, por las calles, a cargo de la policía local y nacional, ha disminuido notablemente en los últimos años. El resultado es el deterioro de los pequeños detalles de la vida diaria, que perturban la convivencia. Regular, sin controlar el cumplimiento, suele degenerar en desprecio a las normas.
Además de estas reglas de convivencia escritas, existen las nacidas del sentido común, básicamente, del respeto y la educación.
Yo agradezco y felicito a quien me cede el asiento en el transporte público y al conductor de autobús que vuelve a abrir las puertas para facilitar el acceso a una persona que corre hacia la parada.
Quienes ponen los pies en los asientos de transporte, sillas de establecimientos públicos o mobiliario urbano no piensan en los que llegarán después a ocupar su lugar, y nadie les llama la atención. Los gritos y tacos fuertes en la calle y locales públicos; arrojar al suelo restos de cigarrillos, envases, vasos, papeles… En suma, vivir con “otros” de forma respetuosa depende de la vigilancia y de cada uno de los individuos. Quien gobierna debe hacer cumplir las normas, vigilar y sancionar a los rebeldes. Por otra parte, cada ciudadano debe ser consciente del respeto obligado al espacio de los demás.
Finalmente, escuelas y familias deberían tener muy en cuenta el valor de las más elementales normas de convivencia, que facilitan la vida en sociedad: respeto y sentido de la responsabilidad por las consecuencias de nuestros actos.