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“¡Que viene el coco!”

Un artículo de Jaume Santacana

Donald Trump.
Donald Trump.

Ya es una realidad: Donald John Trump, el hombre que nació en el Jamaica Hospital Medical Center (Queens, New York) el 14 de junio de 1946 ya es, de facto, el nuevo y flamante presidente de los Estados Unidos de América. Esto, este hecho circunstancial, parece irreversible; por lo menos, de momento.

El primer sustantivo masculino que se me apareció en la mente en el preciso instante en qué juró (sobre un par de Biblias) su cargo, fue “miedo”. Más exactamente, de mis labios apareció un susurro, apenas audible, que soltó la clásica y ancestral expresión materno-filial: “¡Mamá, miedo! Y sí, la verdad, inmediatamente, mi brillante léxico y un cierto conocimiento lingüístico, añadió al citado substantivo una ristra de sinónimos que siempre ayudan a rellenar el pavo: temor, terror, pavor, pánico, espanto, horror, alarma, susto, sobresalto, recelo, aprensión, desconfianza, canguelo, turbación, sorpresa, asombro y desasosiego. Así, tal como suenan, inundaron dichas palabras mi cerebro y luego, más tarde, mi sistema nervioso para llegar, finalmente, a mi psique, es decir, a lo que llamamos centro emocional, al corazón.

Permítanme una ligera frivolidad: ¿han tenido ocasión, ustedes, de poder observar alguna de las fotografías oficiales que, su equipo, ha filtrado a la prensa internacional? Si no las han visto, se las recomiendo; recurran al Dios internet y recupérenlas, hagan el favor. Y, en el caso de ya conocerlas de primera mano, estarán de acuerdo conmigo en que, como mínimo, resultan intrigantes y un punto siniestras. No las fotografías en sí, sino la imagen que proporciona su visión. Ver la cara del individuo que se refleja en dichas instantáneas hace veraz aquel dicho tan famoso y popular que reza que “una imagen vale más que mil palabras”, frase atribuida, en primera instancia, al dramaturgo y poeta noruego Henrik Ibsen.

Mi señor padre (y disculpen la intromisión familiar) siempre opinó que la civilización occidental se distinguía por dejar pasar a las alturas de un cargo —fuese el que fuese: director de un ateneo, presidente de un banco, ministro, capitán de barco o mandatario político de alto rango— aquellas personas plenamente calificadas para ejercer sus funciones con garantías de éxito, previo (y ahora viene la palabra clave) “filtro” que la propia sociedad se encargaba de desempeñar sobre el personaje. Este criterio paterno, evidentemente, falló, fracasó, en múltiples ocasiones de la Historia: léase, los propios Hitler, Stalin, Mussolini, Franco y un cierto número más de ejemplos variados y variopintos.

El personaje de Trump no engaña; nunca vacila al personal. Sus creencias suelen ser inamovibles y sus criterios parten de una base populista y demagógica (nunca mejor dicho) que le han servido, y le sirven, para obtener votos de unos ciudadanos —muchos, por cierto; o al menos, los suficientes— que le adoran al estilo de Baal, el dios de los fenicios. Dinero, votos y poder: esa es su razón de ser y su auténtica religión. El “lujo” y el “mal gusto” se le suponen. Y eso son, también, sus valores. Esa es su imagen.

Y esa imagen —y sus repercusiones— van, ahora, a verse acrecentadas por la fuerza de la tecnología que le van a aportar sus allegados políticos y gubernamentales encabezados por el sacrosanto Elon Musk que, de primeras, no ha ocultado su ideología mostrándola en un video mundial donde alza su brazo en una icona sobradamente conocida y nada dudosa; como tampoco oculta sus intervenciones, el colega Musk (en Alemania, por ejemplo y precisamente, previo a las elecciones federales) prestando total apoyo a la ADF, fuerza política abiertamente nazi.

Enorme protector de las máximas desigualdades sociales, juega con los famosos aranceles para barrer para casa y, si puede, hundir a los “demás”; utiliza sus fuerzas policiales y militares para expulsar inmigrantes; usa continuas amenazas para amedrentar a medio mundo (la frágil Europa incluida); socavará los avances en materia de lo que viene en llamarse cuestiones de género; lucha retrógrada sobre aborto y un sin fin de medidas que van a ir cayendo… y no precisamente de modo suave y lento.

Sólo me queda decir aquello de “ojalá me equivoque…

Y, por si no erro el tiro, ya nos veremos en el cielo…


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