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“Alcohol a tope”

Un artículo de Jaume Santacana

Imagen de un botellón.
Imagen de un botellón.

A ver si nos aclaramos de una vez. Creo que los cinco años que estuve estudiando sociología en la prestigiosa Universidad de Heidelberg, en Alemania, me sirvieron de algo; es más, considero que me han aportado un prestigio intelectual que, de otro modo, la vida no me hubiera regalado. La sociología se encarga del análisis científico de la estructura y el funcionamiento de la sociedad humana; algo así como la medicina del comportamiento social. Y ahí voy. Una vez estudiada la conducta de determinados colectivos respecto a la ingesta de alcohol en cantidades más que abundantes y en situaciones de plena masificación, he llegado a la misma conclusión que mi colega Erving Goffman, canadiense de la provincia de Alberta: existen dos tipos de “botellones”, el local y el internacional.

Las dos clases de prácticas citadas no suelen coincidir nunca en un mismo territorio, entendiendo como tal una determinada zona. Veamos las diferencias con un ejemplo, subrayando dos distintas áreas geográficas dentro de un mismo perímetro de menos de diez quilómetros de distancia el uno del otro. El primero lo situaremos en el Paseo Marítimo de Palma; el segundo en el sector denominado Playa de Palma”.

En el Paseo Marítimo de la capital balear se concentran —sobre todo los viernes y sábados por la noche— una multitud de jóvenes que, agarrados a recipientes repletos de alcohol barato, se dedican, casi exclusivamente, a mamar como los remeros del Volga. Son chavales que no hablan entre ellos debido a que tienen la laringe ocupada por el paso constante de líquidos espirituosos de rastrera calidad. No hablan, pero eso sí, escuchan, o más que escuchar, oyen. Oyen berridos estridentes, extramusicales y paranormales, que emergen de los altavoces trucados de sus vehículos estacionados uno tras otro en fila más o menos india. Son gente inmadura que, aprovechando su corta edad, se dedican a estropear su futuro; ellos, a lo suyo. A parte de la contaminación acústica que no deja descansar a los vecinos de la zona, los zagales no dan muestras especiales de violencia o agresividad. En principio, son mansos. El problema surge cuando, llegada su hora de alejarse de la marabunta alcohólica, lo dejan todo perdido de basura y toda clase de inmundicias relacionadas con lo comido y, principalmente, con lo bebido. ¿No hay papeleras en su dominio? Sí, las hay y muchísimas, pero parece que es más guay dejarlo todo en el suelo o, muchas veces, tirar los envases voluntariamente en el enlosado, romperlos en mil pedazos y así causar un estropicio espectacular con miles de cristales rotos sobre el pavimento. Otros, más finos, lo echan todo al mar; incluidos los cromáticos vómitos. Impecable.

Veamos ahora el otro “botellón”, el internacional, ubicado en la Playa de Palma. Ahí podemos observar que la tipología de los protagonistas es asaz distinta. La fauna de esta zona costera se nutre de turistas de entre treinta y sesenta y dos años, procedentes, en su mayoría, de países tan civilizados como el Reino Unido o la mismísima Alemania. Esta parentela llegan de sus respectivas naciones con un hambre feroz de sol y alcohol a partes iguales. Este ganado no está por hostias y no necesita mariconadas como Fantas, Cocacolas u horchatas para festejar su jolgorio personal; van a saco con el ron, la ginebra, el vodka o el whisky, todo ello de muy escasa calidad; si acaso —entre trago y trago— le dan a una cervecita para colaborar en el éxito de su empresa, que no es otra que conseguir una borrachera de campeonato, ilimitada y, en ocasiones, eterna. A estas hordas salvajes, grasientas y gregarias no hay dios que las frene y, mucho menos, que las sujete. Vociferan como cerdos en San Martín, se desgañitan, braman, desafinan y escupen improperios y vituperios como muestra fehaciente de su exquisita educación. En pleno desmadre, algunos exhiben simbologías fascistas o nazis y marchan al más puro estilo hitleriano. Una delicia. Por si esto fuera poco, provocan peleas entre ellos o bien se encaran con el personal anfitrión o las emprenden a leches con todo el mobiliario urbano que encuentran a su bárbaro paso. Es la misma muchedumbre que se pasa la mañana en la playa, acaparando rayos solares y succionando una bazofia de sangría en cubos de basura que contienen doce medianas, una para cada miembro de la caterva indómita; para ensayar el futuro desmadre antes que oscurezca, cuando la luna se vuelve loca y les desparrama gilipollez en todo su ser.

¿En serio que toda esta repugnancia no tiene desactivación posible?

¡Venga, hombre, que ya nos estamos quedando calvos!

A los botelloneros menores, multas. Una cuantas multas a todo aquel que abandone sus residuos en el suelo. Con unas cuantas sanciones económicas de largo alcance se acabaría la tontería. Lo mismo que se hizo con la obligatoriedad del casco para los motoristas.

A los imbéciles del botellón internacional, a lo mejor, se les podría interponer aquello que antes llamaban policía y que servía para mantener a la sociedad dentro de un cierto orden. Detenciones y multas; pasta gansa, dinero a mansalva, sangría “éurica” o “dolárica” hasta que queden exhaustos y, sobre todo, pelados. Con unos cuantos ejemplos podría bastar.

La memez hay que combatirla y, sobre todo, no dejar que la situación se pudra. Si esto sigue así, no habrá vuelta atrás y la turismofobia esa de moda, se impondrá en la sociedad normal. Y yo estaré con ellos; no con los majaderos insensatos, sino con los “odiantes” del turismo.

¡Hala!


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