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La Marsellesa tan cerca, pero quizás tan lejos.

Una carta de Domingo Sanz


 

Me permitirás, lector, que está vez te trate de tú aunque no te conozca. Hoy son más necesarias que nunca la cercanía y la solidaridad.

Llegará, necesario, el día en que muera, pero seguiré, armado hasta los dientes con sus estrofas, derrotando nazis en el Rick’s.

Hoy he visto envidia entusiasmada en el gesto de un presentador español abriendo el telediario nocturno con Francia. No podía disimular su deseo, que parecía personal, de que lo que nos estaba contando pudiera ocurrir aquí algún día, todos los políticos blandiendo el himno nacional en el mismo sitio y al mismo tiempo. No hacían sino lo mismo que repiten cada vez, en la ficción emocionante, los franceses dignos de aquella “Casablanca” que desde que nació es también causa de todos los amantes de la libertad.

No supe de lo de París hasta el sábado, e inmediatamente me vino a la memoria el atentado aquel que tanto daño nos hizo. Aún tengo fija hasta la imagen de la baldosa que estaba pisando en mi propia casa aquella mañana cuando me enteré, la del once de marzo más triste de España. Recordado a la luz de este París tan herido, retumban los ecos de aquella confusión, interesada y odiosa, que no se le habría ocurrido sembrar a nadie, por muy cobarde que fuera, si un día, en medio de tantos siglos como llevamos juntos y divididos, hubiéramos sido capaces de crear un himno triunfador que no nos deje fríos a tantos millones de nosotros mismos.

A pesar de que esta vez había sido en París un viernes y ya no ardía el momento más álgido del desastre, no quise ser racional ni reflexivo. Solo deseé que mis manos fueran hienas desgarrando corazones de piedra.

Entonces regresó el rayo que me había roto el corazón unas semanas antes cuando, por sorpresa, apareció aquel niño, vestido, calzado y tirado, en la pantalla más violenta que recuerdo, devuelto por un mar en el que ya no cabían más muertos. Recuerdo ahora que no leí nada, ni siquiera en silencio, porque me atragantaba. Me ocurrió a primera hora de una tarde caliente y estaba yo allí, en mi despacho, de pie y con todas mis décadas encima, ante una imagen que me atrapó con la verdad sin necesidad de palabras. Exclamé algo en voz alta para respirar, y rompí a llorar. Solo. Y perdido

Recuperado de mis propios recuerdos, pude volver a este sábado de tantos sentimientos, encontrados otra vez, pero en ese momento me pareció que estaba masticando hierba sucia y seca mientras intentaba gritar odio contra el miedo.

Hoy, esta noche, minutos después de pensar en esto y mientras se sucedían las novedades de la tragedia por la misma pantalla que había comenzado orgullosa de informar, se coló la segunda de nuestro gobierno y, ayudando a “construir patria” desde el peor extremo de la escala que mide la categoría de nuestros comportamientos, decidió aprovechar la desgracia ajena para insinuar contra los adversarios domésticos, dominada por la psicología de un fracaso expectante que le tiene agarrotada la decencia.

La vida da muchas vueltas. Puede que un día nos hagan daño e incluso alguien como yo sienta la tentación de odiar a los franceses, pero nunca lo será con tanta fuerza como ésta con la que amo a su Marsellesa.


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