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Alan y el maltratado derecho a ser

Una opinión de Lola Maiques Flores

Ilustración del cartel anunciador de las concentraciones de rechazo convocadas por la muerte de Alan.

Es uno de los muchos días primaverales del invierno recién estrenado en el paseo marítimo de Valencia. Un cielo claro y lleno de luz se besa con el mar en calma, se celebran encuentros a manteles, se pasea, un perro se escapa dispuesto a escarbar en la arena, los niños, muchos con ropa de domingo, pugnan por conquistar el arenal solitario y acogedor.  Han pasado cuatro días desde que Alan, un joven transexual, decidió despedir para siempre los días primaverales de invierno, la caricia del sol, el cariño de la familia, la curiosidad, el perseguir los sueños.

Lo hizo cuando uno largamente soñado- que su identidad oficial y su identidad emocional coincidiesen- acababa de hacerse realidad, cansado de sufrir el rechazo en el ámbito escolar.Quizás tomó conciencia de lo complicado que es alcanzar lo que se desea tropezando con muros infranqueables pero evitables, de los obstáculos hercúleos con que topa el derecho a ser; quizá le pudo el peso de las humillaciones y las incertidumbres, un último mensaje hiriente en el móvil o el recuerdo de una mirada torcida; quizá, todo junto, y tomó una decisión radical que se cuela en la conversación y el ánimo de dos amigos que se reencuentran.

A Alan y a tantos como Alan se les niega el derecho a ser, el derecho a ser lo que son, lo que sienten. ¡Son tantos los muros! La intolerancia, la incomprensión, la ignorancia, la legislación que siempre llega tarde y tantas veces mal, la administración, lenta y obtusa capaz de desesperar la voluntad del hasta más bienintencionado funcionario, la impotencia de colectivos como la Fundación Daniela o Chrisallys, la escasez de recursos… Muros y más muros que no hacen sino evidenciar una demoledora ausencia de empatía, de voluntad y tiempo para ponerse en el lugar del otro, para asumir la corresponsabilidad de cada uno en el derecho a ser del otro.

La del legislador, que no puede estar en todo pero sí rodearse de quien sabe de la materia sobre la que pretende legislar; la del funcionario que debería pelear por poder trabajar aplicando algo más que decretos, órdenes e instrucciones; la del sistema educativo español, que debería mirarse en los países que han dado con la fórmula para minimizar el acoso escolar, optimizar las horas lectivas y convertir la escuela en un lugar donde se instruye y se educa, todo a la vez; la de los gobiernos que impulsan la legislación y distribuyen -despilfarran en muchos casos- los cada vez más menguantes recursos públicos.

Y la de la familia, entendida como “tribu”, ese círculo íntimo y cercano conformado por padres, abuelos, tíos, primos, hermanos mayores, amigos que se preocupan y se ocupan en que el derecho a ser, sea y sea real, enriquecedor, feliz. Ahí empieza todo. Muchas “tribus” ocupadas y preocupadas han de ser capaces de derrumbar los muros, de conseguir que el legislador, el funcionario, el profesor, el compañero o el gobernante asuman su parte de responsabilidad y actúen en consecuencia.

Porque nuestro inalienable e individual derecho a ser -incluso si se es diferente, sobre todo si es diferente (diferente a lo que hemos asumido casi sin pensar que es “normal”)-  necesita del otro para desplegarse en plenitud. Y usted, a quien tan lejos (cree que) le pilla la “problemática” de Alan, es el otro, yo soy el otro, y usted y yo somos responsables de que los muros, todos los muros, que franquean el derecho a ser, desaparezcan.


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