Hace más de 150 años finalizó la guerra civil americana con la derrota de los partidarios de la esclavitud. Como aquello no dio lugar a una dictadura los perdedores pudieron dedicar monumentos a sus soldados, que se sumaron al paisaje.
Pero la vida da muchas vueltas y, de repente, ese verbo de Trump que tanto enseña sus maldades ha terminado por envalentonar a los más peligrosos de sus seguidores y hasta las viejas estatuas convocaban de nuevo a las ideas superadas por la historia. Pero entonces, y sin perder un minuto, los americanos que defienden que todos somos iguales han decidido cortar por lo sano, intentando tapar la boca a su propio presidente por medios pacíficos pero efectivos.
En algunos casos las autoridades, y en otros la gente de la calle, han comenzado a desmontarlas para evitar que revivan como símbolos del mal en las cabezas enloquecidas de los supremacistas, mientras Donald se tenía que consolar insultando en Twitter, como siempre.
Aquí, en este lado del Atlántico, hace 80 años nos matábamos en una guerra civil que finalizó con la derrota de los defensores de la legalidad vigente, de la igualdad y de la libertad, lo que dio lugar a una dictadura que continuó segando muchas vidas y que también se dedicó a construir monumentos de autobombo para que nadie se olvidara del miedo. Puede que este sea el momento de destruir los símbolos de lo peor en ambos países. Tiempo habrá para recordar a los que de buena fe lucharon en el ejército equivocado, tanto si perdieron en Estados Unidos como si ganaron en España. Será a partir del momento en que Trump y Rajoy condenen, sin paliativos, a los criminales. Para que nadie pueda pensar que proliferan ocultos entre sus amigos.