Tal y como van las cosas, la tendencia a la fatalidad, al negro abismo, se va a convertir en la pura y dura realidad. Yo, por si las moscas, me estoy curando en salud.
Leí, recientemente, en un artículo en el Frankfurt Algemeine Zeitung —un rotativo germano de cierta credibilidad periodística— que muchos alemanes, siguiendo un reciente método de un célebre economista bávaro, de nombre Hans Schneiderhann, controlan sus estados de cuentas domésticos bajo los mismos parámetros que la supraeconomía europea y mundial. Opina el articulista que esta práctica resulta francamente sana y que, simultáneamente, se entra en un nivel de comprensión de la macroeconomía altamente satisfactorio.
Tomé buena nota del consejo y me dispuse a llevarlo a la práctica inmediatamente. Llamé a un buen amigo mío, de los de toda la vida, economista por más inri, para que, sin dilaciones, hiciera una auditoría de mis cuentas y posesiones. A los pocos días, Pedro, mi amigo, me llamó a capítulo y me conminó a que nos viéramos con la máxima celeridad.
De entrada me soltó: “tío, ¡todo está fatal!”, con lo qué se ahorró aquello tan molesto —y tan de moda— que consiste en preguntar: “tengo dos noticias, una mala y una buena; ¿Cuál prefieres primero?”. Desagradable. Me indicó que había hecho números sobre mi particular estado económico y que mi personal prima de riesgo era altamente negativa: estaba en los 14.517.087.648.556 puntos. Me explicó que eso era insostenible y que los mercados se me iban a zampar en cuatro días. Esa cifra la obtuvo comparando mi cuenta corriente con el PIB del estado alemán; y ese era el triste resultado.
Luego resultó que mi déficit estructural estaba por las nubes y que mi índice de inflación había ascendido a niveles históricos. Pedro me aseguró que, con este panorama, aún teniendo algún conocido en una potencia emergente, ni así me salvaría. Su diagnóstico establecía que, con total seguridad, me tendrían que respetar (¿o dijo rescatar?) y que ya me podía ir haciendo a la idea de que los bancos gastaban muy mala leche, que bastante trasiego llevaban poniendo en marcha un protocolo de intervención para rescatar cajas de ahorros, y que ya podía empezar a soltarme los pantalones…
Pedro, cruelmente, me contó que con mi estado financiero, nadie tendría ninguna clase de interés en intervenirme; ni tan sólo los cirujanos…añadió con una sonrisa amarga.
Dejé pasar un par de semanas y me presenté en mi banco con todos los documentos que mi amigo confeccionó sobre mi estado de cuentas. Un eficiente empleado me hizo pasar a un minúsculo despacho y, viendo mis papeles, me miró a los ojos, con fijeza inusual, y me dijo lo que “me tenía que decir, que era su obligación, que a él no le hacía ninguna gracia tener que aplicar las normas, que si fuera por él, que patatín que patatán.” Finalmente —y después de mucho rollo y unas suaves y húmedas lágrimas que resbalaban por su mejilla— me espetó: “Lo siento mucho: va a tener, usted, que abandonar el euro”. “¿Cómo dice?” “Pues lo que está oyendo: a partir de ahora no podrá usted seguir viviendo con el euro. En otras palabras, aunque siga residiendo en Europa, acaba usted de abandonar la Eurozona.” “Y ¿entonces?”
Total: me he visto obligado a regresar a la peseta (eso que, algunos estúpidos definen como “la antigua peseta”, como si hubiera pesetas antiguas y otras de nuevas…) y, la verdad, no me va nada mal. Es un poco lioso, claro, por el tema del cambio y todo esto (no en todas las tiendas o transportes públicos me dan la vuelta en pesetas, ni que sea en negro) pero, por otro lado, pago mucho menos; todo me cuesta más barato. Un café, por ejemplo, me cuesta 100 pesetas, en lugar de 1€ que pagaba hasta ahora.
Ahora, gracias al Facebook, estoy descubriendo algunos conocidos míos que, como yo, les han expulsado del euro y, por lo que me cuentan, son infinitamente más felices.
De todos modos, les confieso que tengo un plan B (como el señor Bárcenas): me largo a Bulgaria, concretamente a Sofía: allí no saben nada del euro y funciona con “lev” la moneda búlgara, como tiene que ser. El plural, “levas”, para su información.
Y al euro: ¡que le den morcilla!
PS. Después de escribir este artículo, me informan que Bulgaria entrará en la zona euro a partir del primero de enero del próximo año, 2026, de manera que —sólo para disfrutar cuatro días— me marcho del 27 al 30 de este mes de diciembre.
Quedan enterados. A la vuelta les cuento...
