Hoy celebramos un año más un aniversario de la llegada de la II República en 1931. Lo celebramos, como siempre, recordandoesa efemérides como el inicio de lo que podría haber sido una limpieza de la espesa niebla que oscurecía en aquel tiempo la vida de las gentes de aquel país. Desgraciadamente, la barbarie fascista truncó la posibilidad de modernizar un país que aspiraba a salir de la ignorancia, de la pobreza, de la opresión clerical y de la injusticia social. Barbarie que también nos sumó en la larga noche franquista que si bien teóricamente acabó con la Constitución del 78, permaneció cobijada en los pliegues de un nuevo régimen siempre pendiente de controlar todos los resortes del poder, ya fuera éste económico o político.
Celebramos la efemérides del 31 porque aquello fue un momento de esperanza colectiva pero también porque hemos de reivindicar la memoria de aquellas personas que la defendieron con su esfuerzo y en muchos casos con su vida. Reivindicamos la memoria de aquellasque permanecen en las cunetas ochenta años después y exigimos la inmediata inclusión en los presupuestos generales del estado de una partida suficiente para devolver los cuerpos de los asesinados a sus familiares. Exigimos que el estado asuma sus responsabilidades y honre a quien defendió la legalidad democrática. Exigimos que se atienda desde el poder lo que la ONU ha aconsejado en reiteradas ocasiones al gobierno español: solucionar las consecuencias dramáticas de una guerra que se prolongó unilateralmente mucho más allá del propio conflicto bélico. Es de un cinismo tremendo que ahora M. Rajoy honre a las víctimas de la dictadura argentina en su visita reciente a aquel país y no haga lo propio con las víctimas de la barbarie franquista.
Pero también queremos reivindicar el 31 por otro motivo. Por algo que tiene que ver con el momento actual que vivimos.La monarquía no ha jugado el papel unificador y de consenso entre diferentes opciones políticas que en teoría le correspondía. Más bien ha respondido a intereses muy concretos, además de los suyos propios. Su papel en el conflicto catalán ha sido todo menos unificador, todo menos apaciguador, todo menos consensuador. Un posicionamiento durísimo que ha sorprendido incluso a algunos políticos conservadores. Pero tal vez éste sea un caso llamativo por la particular momento que vive el país por un conflicto larvado desde hace tiempo y que ahora ha eclosionado. La monarquía ha representado desde siempre a los grupos de poder, al poder económico y financiero que sigue rigiendo los destinos de este país. El relevo en 2014 en la casa real no ha sido más que un lavado de cara ante la impresentable trayectoria del llamado rey emérito. Felipe de Borbón no ha marcado nuevas políticas. Es la continuidad necesaria en la línea dinástica para que todo se mantenga igual. Sirva de ejemplo el mantenimiento de la amistad con los dictadores sauditas para venderles armas que masacran personas en Yemen o conseguir buenos contratos para la aristocracia empresarial que rodea a la casa real y a los que, juntamente con la aristocracia mediática, les interesa mantener al rey al frente del estado.
Hay compañeras y compañeros en la izquierda plural que creen que reivindicar la república no es prioritario. Bien es cierto que la situación de emergencia social en la que estamos instalados desde hace años hace pensar que lo urgente es solucionar el drama de cientos de miles de personas golpeadas por una crisis de la que no fueron responsables pero sí víctimas. Pero también es cierto que hay que identificar a los responsables de la crisis y a los responsables de su gestión y también valorar la respuesta que se da desde los gobiernos y los estados. Es indudable que la crisis es global y se provoca por los cambios de ciclo y por las adaptaciones del capitalismo a la geopolítica mundial, que son las que provocan finalmente las penurias vitales de millones de personas. Pero un estado, si es solidario con sus habitantes, debe responder para evitar el sufrimiento de tanta gente. Y es justamente lo que no hace. Nuestra sociedad se encuentra en un proceso de desintegración como consecuencia de la gestión neoliberal de la crisis económica y sus dramáticos efectos sociales, políticos y culturales. Lejos de atajar estos problemas, la política económica puesta en marcha por los últimos Gobiernos está siendo utilizada para poner fin a las conquistas sociales, sindicales y laborales producto de las luchas y de los sacrificios de varias generaciones delos movimientossociales. Estamos asistiendo a la construcción de un modelo económico y de sociedad absolutamente regresivo y antidemocrático, caracterizado de forma especial por unas relaciones laborales altamente precarizadas, por la concentración del poder socioeconómico, por la extensión de la desigualdad social y por el aumento de la represión. Y quien está al frente de un estado es también responsable de lo que sucede. El rey forma parte del sistema y por eso hay que prescindir de la monarquía. Para vestirse con ropa nueva hay primero que desvestirse.
Este sistema ya conocido como régimen político del 78, con el bipartidismo como modo de organizar el poder, se ha convertido en el parapeto perfecto por medio del cual las élites económicas han podido mandar sin presentarse a las elecciones. En este país la corrupción ha sido el sistema, y ha brindado a la oligarquía la oportunidad de incrementar sus multimillonarias ganancias a costa de los fondos públicos. El régimen actual de democracia limitada o de baja intensidad ha relegado al ciudadano a un segundo plano excepto un día cada cuatro años y ha sido la cobertura más adecuada para desarrollar un sistema plutocrático.
Bajo este régimen político, la élite económica ha podido chantajear al poder público, logrando en muchos casos una plena coordinación de intereses con la élite política. Financiación irregular de los partidos políticos, blanqueo de dinero por parte de las grandes empresas, sobresueldos, utilización fraudulenta de los instrumentos sociales… son todos rasgos de la cohabitación entre una elite política corrupta y una élite económica corruptora que juntas han sabido utilizar el régimen político del 78 como su terreno de juego más idóneo.
La monarquía no solo no ha jugado ese papel unificador y de consenso entre diferentes opciones políticas que antes nombrábamos, sino que ha sido cómplice del mantenimiento de la situación que hemos descrito y que ha privilegiado solo a unos pocos.
Como alternativa a dicha situación surge la posibilidad de elegir la república como forma de estado. Y ante los que dicen que no importa, que da igual un jefe de estado republicano o monárquico, hemos de decir que república no solo atañe a la jefatura del estado, es una forma de estructurar un estado, enel sentido primitivo de república, inclusivo y participativo de las mayorías sociales. Optar por la república es elegir el republicanismo como tradición política. Como opción para crear nuevas instituciones políticas que permitan a la sociedad vivir en libertad. El republicanismo no es un simple momento antagónico de lo monárquico sino una tradición política íntegra. Un paradigma a través del cual entender las cuestiones políticas. Lo que sostenemos es que desde el enfoque republicano podemos dar mejores y más justas soluciones a los problemas reales que asolan nuestras sociedades, tales como la falta de acceso a los suministros más básicos, la falta de confianza en el sistema político, los desequilibrios y las demandas territoriales, el preocupante deterioro ambiental, la desigualdad entre sexos propiciada por una sociedad machista, así como la creciente desigualdad general que desborda la cohesión social. Y la receta que nos proporciona la tradición republicana para este estado pasa, necesariamente, por un cambio radical, un cambio pleno y rebosante de radicalidad democrática que se inicie en un nuevo proceso constituyente que supere al ya caduco régimen del 78.
Cap a la III Repùblica. Visca la República.