El mal o la maldad quizás suelen ser, por su misma condición, mucho más visibles que el bien o la bondad, incluso cuando se pretenden ocultar de algún modo, porque quien es capaz de provocar sufrimiento o dolor está alterando siempre, en mayor o menor medida, el orden intrínseco del universo y el sentido de la vida humana, y eso es algo que siempre acaba dejando una huella. Una huella que nunca debería de haber existido.
Al mismo tiempo, el poder del mal puede llegar a parecer, a veces, incluso superior al poder del bien, sobre todo cuando quienes hacen el mal obtienen ciertas victorias parciales. Pensemos en todos los regímenes autoritarios que ha habido a lo largo de la Historia, en las recurrentes vulneraciones de los derechos humanos desde hace siglos o en las distintas formas de violencia que aún hoy se producen en muchos lugares y países.
Si pese a ello el mundo sigue todavía hoy en pie, es por todas aquellas otras personas que, gracias a Dios, actúan o que intentan actuar siempre bien, de forma correcta y honesta. Seguramente, casi todos nosotros podríamos hacer una lista bastante extensa con los nombres de todas aquellas personas que en diferentes ámbitos —como los de la política, el pensamiento, la ciencia o el arte— forman ya parte de la Historia por actuar contra la injusticia, promover la libertad y la igualdad o defender siempre el bien, incluso en ocasiones poniendo en riesgo su propia vida. Junto a todas esas personas públicas, podríamos situar también a las que, de una forma menos conocida y más anónima, han hecho o hacen igualmente el bien en sus propios ámbitos, cada día, de forma cotidiana, y contribuyen a hacer también, por tanto, nuestra vida mejor.
Pensemos, en estos días más que nunca, en la persona que nos atiende amablemente en el supermercado, en el policía que nos protege, en el conductor del autobús que nos lleva a casa, en los sanitarios que nos cuidan en un hospital, en el residente que nos ha dado una indicación correcta cuando nos habíamos perdido, en el ser que dice cada día «te quiero» al ser que ama, en todas las personas que tratan siempre con respeto y educación a los demás o en cada persona que en su trabajo, sea el que sea, intenta siempre hacerlo todo lo mejor posible, pero no porque lo pueda estipular tal vez de este modo un contrato laboral, sino porque su conciencia le dice que tiene que ser y que actuar así, haciendo o intentando hacer el bien siempre. Siempre. Porque hacer el bien, como escribió el maestro Calderón, ni aun en sueños se pierde o desaparece nunca. Nunca.
… sería un excelente artículo de opinión, si no fuera por la pifia que se ha escrito al principio del tercer párrafo… la bondad es intrínseca al SER HUMANO, viene escrita en nuestros genes generación tras generación, porque ser buenos con nuestros semejantes nos ayuda vivir mejor como comunidad, es de cajón… la sociedad necesita gente amable y empática, necesita que nos ayudemos los unos a los otros… pero mentar la estupidez de “dios” es rebajarse a la incultura y a la ignorancia, las personas no necesitamos tutelas imaginarias venidas del espacio, es un insulto… yo mismo, por ejemplo, me considero una buena persona, pero soy furibundamente antiteísta, ambas facetas de mi personalidad perfectamente compatibles… agradecería pues que se cuidase el lenguaje y se puntualizasen expresiones desafortunadas como esa de “gracias a Zéus”, pues ya va siendo hora que en pleno siglo XXI nos desembaracemos de estas expresiones que dan vergüenza ajena