En primer lugar -y si me lo permiten ustedes, amables lectores, si los hay- les voy a volcar, suavemente, mis más sinceros deseos de felicidad para este flamante año 2021 que acaba de dar sus primeros pasos. No voy a escribir nada acerca del año que acaba de fallecer porque está gafado; así que, “pa’lante” y con las mejores expectativas en todos los sentidos: tacto, olfato, vista, oído y gusto… y aunque el “gusto es mío” (ya estaba tardando el chiste fácil y barato) me comprometo a regalarles y compartir parte de éste mi gusto para que ustedes degusten los más bellos besos y los más tiernos manjares. Y vinos, que no falten.
Y, ahora, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, me veo en la obligación de denunciar un hecho que se viene sucediendo desde tiempo atrás: la pérdida absoluta del prestigio de algo tan imprescindible como la lengua oral y escrita. Podría basarme en cualquiera de las lenguas que cohabitan en España pero, para sintetizar, me voy a referir al castellano, la dominante.
Los diccionarios se están muriendo de hambre. De las 93111 palabras que constan en el diccionario de la RAE (Real Academia Española), 19247 son americanismos (generalmente, con origen en América del Sur, claro). Ahora bien, sobre estas enormes cifras, cabe destacar el uso habitual que se hace de ellas: la cantidad de términos que maneja una persona promedio puede variar, según Susie Dent, lexicógrafa de prestigio, pero cuenta con unas 20000 palabras activas y 40000 pasivas; del resto hasta las las 93111 ni se sabe ni se las espera. Ahora bien: para comunicarse en un nivel mínimamente avanzado hacen falta, por lo menos, una 1500 palabras. La realidad, la cruda realidad, nos indica que un mogollón de humanos residentes en España se bastan y se sobran con unos 800 vocablos y va que arrea.
Las personas a quien denominamos, vulgarmente, famosas -ya sean políticos, deportistas, actores, faranduleros y tertulianos- configuran el modelo que expande una manera de hablar concreta al resto de los mortales. Y -otra vez apelo a la cruda realidad- lo cierto es que, visto lo visto, la situación no puede ser más penosa. Un vocabulario empobrecido, banal e infernal, es el común denominador que utilizan las personas más o menos públicas, aquellas que deberían constituirse en ejemplos vivos. Un prototipo de repetición de frases comunes (que ocultan la ignorancia léxica) ha sido, durante este pasado año de pandemias y confinamientos, las continuas alocuciones a las que nos ha sometido el todavía ministro de Sanidad del gobierno español, Salvador Illa. En todas, todas, sus apariciones televisivas, Illa no se ha olvidado, ni una triste vez, de repetir como un colegial una frase convertida, ya, hoy, en un tópico descomunal: “como no puede ser de otra manera”.
Dicha matraca iterativa, además de de pertenecer al grupo de las frases manidas y repetidas hasta la saciedad, adquiere el valor de una falsedad evidente. “Estamos luchando contra el virus de una manera contundente, como no puede ser de otra manera”. Hombre, ministro: claro que se puede gobernar a la sociedad de “otra manera”, como por ejemplo, no luchando o bien hacerlo de una manera menos contundente. La frase es, pues una trampa.
En otro aspecto relacionado con la pobreza del vocabulario, hay que dedicarse a escuchar a alguna de estas otras personas “relevantes”, socialmente hablando. Lo “más” es ver la entrevista que Jordi Évole le formuló al futbolista Leo Messi. Calculo que el goleador argentino utilizó durante su larga perorata un máximo de cien palabras para expresarse. “Bueno”, “tímido”, “pelota”, “césped”, “ganar-perder”, “suerte” y, por encima de todo (y como anticipo de cada una de las entradas a sus inolvidables frases) “la verdad que…”. Un dechado de oratoria y un homenaje a la riqueza imaginativa y al poder de dominio de una lengua. En su casa, en su mansión, tiene un diccionario de la RAE que, los académicos, le han hecho especialmente para su disfrute: con cien vocablos. Es su único libro. Creo que no tiene tiempo libre para leer. ¡Feliz año!