Ha sido una tarde de primavera, con un sol brillante luciendo sus mejores galas en un firmamento de un azul que, sin titubeos, mostraba la perfección del Cosmos en clara comparación con la miseria humana.
Me fui aproximando a mi punto de destino con un cierto recelo y un algo de suspicacia; no me queda más que reconocerlo públicamente. Por otro lado, no me cae ningún anillo por admitir que, en mi interior más interno (y siguiendo las normas más estrictas dictadas sobre las redundancias más redundantes; y dale la burra con el molino…) latía algún que otro suspiro así como de emoción contenida y sentido de la responsabilidad civil, penal y criminal, si cupiere la última.
Especificando las condiciones sentimentales que supeditaban mi estado de ánimo, mi memoria, superándose a sí misma, me transportó a situaciones precedentes en las que podría haber experimentado semejantes sensaciones. Y, sí, fueron dos; un par de circunstancias que, de alguna manera, mi cerebro me devolvía, vía neuronal, a otras escenas similares o, en todo caso, parecidas: mi Primera Comunión y mi Primer Voto.
En cuanto a la primera vez que mi cuerpo se disponía a recibir el cuerpo de Cristo hecho hostia consagrada, graves remordimientos se instalaron en mi espíritu infantil: había pecado abundantemente y no tenía la certeza absoluta de que mis faltas, mis transgresiones morales, hubieran obtenido el perdón divino por el solo factor de habérselas relatado a un simple sacerdote. Creo, además que, sin mentir hiperbólica o descaradamente en mi confesión, suavicé la gravedad de mis manchas y maldades. Así y todo, una vez instalado en la fila de mis otros compañeros en la tensa espera para comulgar, aparte de mi propio desasosiego, aparecía en mi alma un pellizco de enternecimiento, agitación y, si cabe, gozo; y un punto de júbilo que descosía, en algo, mi turbación inicial.
Mi primera votación -a través de urnas franquistas, claro está- fue en el año 1970 y eran municipales. Exactamente, para elegir la mitad de concejalías de los tercios de representación familiar, sindical y corporativa; puro fascismo. También en esta ocasión se me hizo un nudo en la garganta cuando me acercaba a las urnas. Mis granitos preadolescentes marcaban mi rostro y voté, vaya que si voté, ignorando, eso sí, lo que votaba. Sabía que mi voto no iba a servir para nada y eso me enorgullecía; me aflojaba la responsabilidad, cosa agradecida.
Esta vez, la tarde del 7 de mayo del 2021, me dirigía a cumplir un deber cívico-sanitario; un deber -como debe ser, conmigo mismo y para con mis ajenos. Llevaba una semana conociendo la fecha y mi nerviosismo iba en aumento a medida que se acercaba el día; la tarde, vamos. Se me iba a inocular la Primera Dosis de la vacuna contra la ya archifamosa Covid de los cojones (con perdón).
Me encontré ante una cola enorme, colosal que, afortunadamente inició su camino a toda leche, sin frenazos innecesarios o pausas inútiles. Una vez en el interior del edificio adaptado para tal menester, me di cuenta de la cruda realidad: estaba completamente rodeado de vejestorios como un servidor de ustedes. Una espectacular colección de humanos decrépitos, forjados con una senilidad apabullante, de vetustos ancianos, me acompañaban en mi digna misión. Mi vista se nubló ante tamaño esperpento y una especie de rayos X me tradujo la fotografía convertida, ahora, en esqueletos vivientes iniciando su entrada en el infierno de Dante; solo que no estaba Caronte para conducirnos al Hades. Me vine abajo (es la mejor expresión que se me acude). Una turbia película de mi vida pasó, fugazmente, por mi mente y sentí que mis extremidades se tambaleaban por la escena. Fui consciente de dos efectos: nos estaban encerrando en un inmenso asilo, o bien, estábamos ya en un tanatorio viviente.
Al fin, me pincharon. Justo cuando mi preciosa enfermera (un bellezón de mucho cuidado) me avisó de que iba a efectuar la inoculación, le pedí unos breves momentos para rezarle una Salve a la Virgen del Amor hermoso. La chica, muy fina y seguramente atea, me denegó el permiso y, ya sin más, me clavó el aguijón con sublime elegancia; todo digno del mejor descabello de un toro de la ganadería del Conde de Mayalde.
Tras unos minutos de “reposo” -otra vez con cientos de convecinos tarados por la experiencia y la longevidad vital indispensable- me soltaron. Salí a la calle con la cabeza bien alta, mirando a todo el mundo por encima del hombro e intentando adivinar a mis congéneres vacunados entre la multitud callejera.
Estoy, ahora, situado entre un buen Sic transit gloria mundi y un saludable Carpe diem.
Ya me decidiré; espero…