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“Aromas de primavera”

Un artículo de Jaume Santacana

Flores en Trebalúger (Foto: Tolo Mercadal)
Flores en Trebalúger (Foto: Tolo Mercadal)

Puede que, ni buscándolo concienzudamente, no encontrásemos otro lugar común tan primoroso como el de hablar, o escribir, de o sobre la primavera. Llega a ser tan sudado este ejercicio que, incluso los más horteras y chabacanos amantes de la escritura, han dejado de parir variaciones y elucubraciones sobre el asunto para no seguir hiriendo las partes más nobles del cuerpo y el espíritu de sus conhumanos, por decirlo de alguna manera; incorrecta, pero, al fin y al cabo, manera.

Dicho lo dicho, me veo en la obligación moral de ofrecerles, de corazón, una ligera paliza mental sobre el sentimentalismo sensual que proporciona el susodicho equinoccio (momento en que el sol se halla sobre el ecuador del planeta: ya me dirán si no vale la pena destacar este fenómeno mundial…) y dedicarle, ni que sean, unas breves líneas. Mi deber es atosigarles con unas florituras literarias relacionadas con la estación del Corte Inglés… y, el suyo, indulgente lector, es aburrirse leyendo, que para eso han nacido.

Escribo estas lindas letras en pleno atardecer primaveral: acomodado en un “Chesterfield” mullido y acolchado y frente a un holgado ventanal contemplo mi jardín rebosante de verdes e irisado por la presencia de mil requiebros florales que, bajo una telilla delicada de lluvia, sienten la esperanza de un tiempo mejor.

En el interior de mi salón, junto a mi solemne biblioteca, unos troncos de olivo crepitan en el hogar; nada importante: sólo una brizna de fuego que podría parecer eterno pero que, en realidad, huele a efímero, a casi humano. El chisporrotear del viejo olivo, frágil y quebradizo (algo enfermizo, quizás) se mezcla con el puntilloso zumbido de la lluvia exterior. Aromas de primavera que perfuman mi ser y me inducen, instintivamente, a la condición inexcusable de una mortalidad efervescente pero definitiva.

Mi doncella, de negro vistoso, interrumpe mis sentidos para comunicarme -con su voz aterciopelada y ligeramente algodonoso- que la cena estará preparada en media hora. ¿Qué representa media hora para un sujeto esposado a una aniquilación inminente e inaplazable? La “nada”: el cambiar el alma por la materia inanimada; el dejar el espíritu para regresar a la pura roca, a la tierra, al fango, al vacío más inapelable; a la naturaleza más frígida y distante.

La cena: unas habitas de mi huerto -recién recolectadas y con su ternura infantil- ahogadas en un lago imaginario de cebollitas y ajos jóvenes- y sostenidas por unos travesaños construidos con la madurez de un cerdo, criado y mimado en mi propia pocilga: embutido de sangre; morro; rabo; oreja y, sobre todo, panceta, sin contar con el corazón del plato: menta fresca, recién rociada con las gotas de la lluvia que provocan un perfume inigualable. La primavera a la cazuela.

Salgo al huerto, protegido por el soportal, y aspiro profundamente hasta percibir las más elevadas sensualidades olfativas; casi sexo: humedad, nerviosismo, pasión, placer, voluptuosidad, arrebato, vehemencia, frenesí y, finalmente, miedo; terror al desenlace de una felicidad agotada por la fuerza motriz. Regreso al vacío, al absurdo, a la contradicción… a la “nada”.

Como segundo plato, la doncella me ha anunciado un congrio con guisantes: el otro ejemplo primaveral que la gastronomía nos ofrece. La viscosidad del pez-serpiente junto a la sedosa tersura del guisante de piel atemorizada. Conjunto de sabores que aplasta la petulancia (a los que creemos ser algo).

Regreso, por un momento, al libro que dejé abierto cuando decidí contagiarme de la atmósfera que me rodea. Voy a la página marcada. Leo: “la muerte nos libera de todas nuestras obligaciones”. La verdad en estado puro y virgen.


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