Hace unos años tuve el privilegio, como concejal en representación del alcalde, de celebrar algunas bodas. Fue una magnífica ocasión para reflexionar sobre la importancia de la familia tanto para los individuos contrayentes como para el conjunto de la sociedad.
La vida en su sentido más pleno, los natalicios, la herencia cultural, la confianza, la complicidad, el apoyo mutuo, las celebraciones, y también la muerte, adquieren su dimensión más humana en el seno de la unión familiar. Es pues ese núcleo íntimo en donde, al fin y al cabo, se producen grandes acontecimientos, los de mayor importancia para los individuos. Es mucho más que un hogar, aunque normalmente se convive en uno. De hecho, hay hogares que de ninguna manera se pueden considerar familia.
Todos esos valores son enormemente atractivos para la inmensa mayoría de personas, tanto si tiene el deseo de reproducirse como si no es así. Constituyen la materialización del anhelo de compartir lo bueno y de encontrar refugio en tiempos de adversidad vital. Por ello, no se forma una familia como una sociedad mercantil, sino que se fundamenta en un compromiso básico y fundamental de entrega plena que no busca ni simetría, ni contrapartida. Se convierte, así, en un espacio de autonomía y, sobre todo, de libertad personal, pues quien cuenta con el respaldo de una familia, sin duda, puede volar mucho más alto.
Quizás por ello a lo largo de la historia aquellas sociedades que han valorado la institución familiar se han robustecido asegurando un amplio beneficio social. Al tiempo que el resquebrajamiento de la institución coincide con épocas de decadencia.
Por su parte, el Estado inicialmente, cuando se convierte en social, crece aprovechando los huecos que la familia no cubría: el de las personas solas, los huérfanos, las viudas, etc. pero después, su dinámica de permanente expansión le impulsa a intentar sustituir a la familia en cada vez más ámbitos. Por ello, en los últimos años gran parte del crecimiento estatal supone una disminución de las funciones desempeñadas en el ámbito familiar.
De hecho, fue, nada más y nada menos que una ministra española la que proclamó aquello de “los niños no son de los padres, sino del Estado”, como argumento esencial para reducir la potestad de los progenitores en la educación de sus vástagos.
Por su parte, el feminismo de última generación, establece sospechas permanentes más allá de la conducta de los propios individuos al considerar que el concepto abstracto de heteropatriarcado constituye una fuerza superior a la propia voluntad.
“No tendrás nada y serás feliz” es otra idea que abre la sagrada puerta de lo cotidiano e íntimo a lo político. Así, líderes creados artificialmente, como Greta Thumberg, son seguidos por “ministros de consumo” que determinan aquello que es correcto comer, vestir, enseñar, leer o que hacer los domingos. Invadiendo campos que hasta hace poco se consideraban estrictamente privados.
De esta manera, poco a poco, caminamos hacia la soledad narrada en el documental televisivo “La teoría sueca del amor”. En él se nos muestra como en el modélico país escandinavo se ha llegado al extremo de tener que crear un departamento administrativo que se encargue de recoger los cadáveres, y el patrimonio, de aquellos que han muerto sin que nadie tenga noticia de ello. O que un entretenimiento de fin de semana consiste en batir los bosques periurbanos en busca de los que han decidido quitarse allí la vida.
El lector que haya llegado hasta aquí, puede pensar que soy un pesimista. Y efectivamente lo soy, pues crecí en una época en donde la libertad individual avanzaba. El Estado también lo hacía pero en los terrenos baldíos que la fortalecen. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, la fuerza arrolladora de la expansión estatal está invadiendo los campos más valiosos de la familia y, con ello, de la autonomía y libertad individual.