He pasado unos días en la ciudad portuguesa de Oporto. Jornadas de ocio puro y duro y de una soledad intransigente provocada por la ausencia del ser amado. Hasta ahí puedo escribir.
Oporto es una ciudad impracticable, prácticamente contraria a lo que debe ser la confortabilidad de una urbe, en cuanto a su estructura geológica natural. Sus inimaginables desniveles (con sus alpinas subidas y las consecuentes bajadas) la hacen de un incomodidad a prueba de bomba. Me estoy refiriendo, claro, a su recinto histórico, al centro más céntrico que, por cierto es enorme.
Si uno intenta adentrarse en la Historia fundacional de la ciudad, situada junto al rio Duero en su etapa final antes de desembocar en el mar, se encuentra con serias dificultades para conocer quienes fueron, realmente, las personas que decidieron su enclave. Después del primer paseo por la ciudad (a la primera media hora) la respuesta a este enigma queda resuelta: desde su fundación, durante el dominio griego, nadie ha querido adquirir ningún tipo de responsabilidad en cuanto a la localización y asentamiento del conglomerado urbanístico creado. Parece ser que pudieron ser algunos de los llamados argonautas griegos; pero el caso es que todos ellos declinaron la ocasión de pasar a la Historia por el hecho de haber tomado la decisión de instalar la nueva ciudad en aquel lugar inhabitable (otra vez por sus salvajes desniveles). A ver, que tiene su lógica: que no hay explicación alguna para tomar la firme determinación de construir una metrópolis en la peor geografía del mundo; simplemente, por pura vergüenza y por eso, sus fundadores han preferido restar en un cobarde anonimato que, de alguna manera los ampara…
Dar un paseo tranquilo y sereno por este núcleo urbano es una auténtica calamidad. Hasta los pensamientos más íntimos y hermosos que uno pueda llegar a tener al observar la belleza de sus casas quedan humedecidos por la respiración sudorosa que produce el agotador recorrido (subidas y bajadas, ¿recuerdan?) sobre sus desagradables adoquines… Porqué, esta es otra: todas las calles, callejuelas y hasta escaleras están forradas epidérmicamente, de unos adoquines que tienen un peligro absurdo y desesperante, sobre todo, en una climatología que provoca lluvias muy a menudo. Sí, aunque parezca mentira: todos los adoquines resbalan que es una barbaridad. El paseante tiene muchos números como para romperse la crisma (y todo el tejido oseo e incluso el intestinal humano) en una de sus “inocentes” caminatas o, si lo prefieren, escaladas o descensos.
¿De verdad que a nadie se le ocurrió fundar Oporto en otro asentamiento? ¿No había otro sitio que -amén de ser idóneo para la creación de un puerto fluvial comercial para el transporte de sus vinos dulzones- tuviera en su sino un paisaje llano, transitable, accesible y, en definitiva, cómodo y confortable? La denominación de la ciudad no sería problema; podría seguir llamándose Oporto, así, tan ricamente.
He visto, estos días, cosas que ustedes jamás creerían: algunos bacalaos (comida que es un referente en casas, restaurantes y hasta supermercados -ocupan un lugar tan amplio como la venta de armas en los centros comerciales de Alabama…) algunos bacalaos, decía, llegan sudados a casas, comercios y otros establecimientos y emiten unos bufidos de padre y muy señor mío. Los pulpos, por la inercia, resbalan en las bajadas y no les da tiempo a sujetarse a los adoquines con sus tentáculos; las sardinas, conocedoras de este fenómeno, no ceden y no se dejan atrapar en las redes de los pescadores portugueses, sabiendo lo que les espera. Da pena, oigan; pena y grima.
En fin, que me parece mucho más cómodo y agradable viajar al retiro de Madrid o, si me apuran, al Machupichu, donde los desniveles son más a escala humana.
El bacalao también se puede degustar en el restaurante “7 Puertas”, en Barcelona. Y muy bueno, por cierto.
Después de leer el artículo de Jaume Santacana sobre Oporto me he dado cuenta de que hay que viajar más y leer menos. Yo voy amenudo a Portugal y sí, una característica de sus calles son los empedrados, como París, que a Jaume tampoco le gustará. Es lo que tiene viajar, que ves cosas diferentes a las que hay en tu pueblo. Y sobre el bacalao, en ningún lugar lo comerás tan rico y preparado de distintas formas cómo en Portugal