Hay cosas que me gustan y cosas que no. De hecho, hay cosas que me gustan mucho y otras que no me gustan nada. En cualquier caso, no estoy demasiado seguro de poder discernir cuales –de entre estas cosas- me gustan y cuales me desagradan. Por cierto, algunas de las que me desagradan, me desagradan profundamente.; ¡eso sí que lo sé! De entre las que me gustan, de las que me gustan más, hay algunas que –de tanto cómo me gustan – procuro dosificarlas.
Todo el mundo lo hace, siempre lo he pensado: se trata de aquello tan clásico y primitivo, como la merienda del pan y chocolate. Hay personas (niños en su época) que se comían, de saque, todo el pan y dejaban el chocolate para el final; de ese modo, pasaban el mal “trago” al principio (el pan), para acabar disfrutando de un auténtico placer, saboreando el cacao y quedarse, así, con un excelente sabor de boca.
Yo, no acostumbro a actuar de esta forma. No lo hago mejor ni peor: simplemente distinto, como dice el tópico. Mi dosificación personal – mi carácter, mi manera de ser- consiste en distribuir los elementos del modo más paritario y simultáneo posible.
Un ejemplo: comiendo y saboreando una de las combinaciones gastronómicas más accesible y virtuosamente destacable – por simple, ligera, y deliciosa- como es la formada por el pan, el queso, y el vino tinto; he procurado siempre que las tres porciones iniciales se vayan consumiendo, proporcionalmente, al mismo ritmo; con la misma periodicidad. No sé si me explico.
Con el objetivo de obtener un altísimo grado de satisfacción, es necesario que se efectúe este ritual, con el máximo rigor posible, de tal manera que, instantes antes de finalizar el acto de la consumición quede, exactamente, un trozo de pan (que se pueda comer de una sola tacada), un resto de queso (con el que untar el último trocito de pan) y, acompañándolo majestuosamente, un sorbo final del vino tinto. Ni más ni menos. Precisión suiza, para disfrutar plenamente de un espectáculo colosal.
Prueben, prueben…