Según una comparativa de Pew Research Center de mayo de 2018, España se encuentra aún lejos de las primeras posiciones en cuanto a participación electoral. En el estudio que la consultora hizo de las últimas elecciones en la mayoría de países desarrollados del mundo, el 61,2% de los españoles había participado en elecciones, lo que está a bastante distancia del 87% de Bélgica, el 80% de Dinamarca y el 79% de Australia, los tres países con un mayor índice de participación en todo el mundo.
El CIS arroja datos en abril sobre el perfil de los votantes sobre su intención de ir a las urnas y qué votar. Las novedades en el panorama político están llamando la atención de los más jóvenes. Las formaciones Sumar de Yolanda Díaz y el partido Vox de Santiago Abascal están arrancando votos entre los más jóvenes. Vox, que obtuvo 3.656.979 votos en las anteriores generales, ha pasado de tener su mayor incidencia entre las personas de 35 a 44 años y en siete de cada diez hombres, a ser preferido ya a día de hoy por solo dos de cada diez mujeres y los votantes de 18 a 24 años; entre quienes tiene más repercusión.
La abstención no beneficia a ningún partido político. O al menos eso es lo que parece al principio. Normalmente, el electorado progresista es más propenso a no votar, motivo por el que una mayor abstención podría comprometer a los partidos de izquierda e incluso a sus coaliciones. En algunos países, no ir a votar está penalizado, cosa que no ocurre en España.
Hay estudios que nos dan pistas claras de lo dispar que son las cifras de la abstención en España a lo largo de los diferentes comicios electorales. La evolución de la abstención electoral en España ha sido extremadamente irregular. En elecciones de ámbito estatal ha oscilado entre el 20,1 por 100 de 1982 y el 45,2 por 100 de las elecciones europeas de 1989. Incluso si nos atuviéramos al mismo tipo de elecciones, 11 puntos separan el mínimo de 1982 y el máximo de 1979.
Votamos diferente, según el tipo de comicios. Las elecciones consideradas más importantes, aquellas que sirven para elegir a los miembros del Congreso y buena parte del Senado, registran siempre porcentajes de participación más elevados, con la abstención alcanzando máximos de poco más del 30 por 100. Al mismo tiempo, todas las convocatorias restantes registran niveles de participación significativamente más bajos. Aquí los porcentajes se invierten, con una abstención que ha alcanzado el 45 por 100 y nunca ha llegado a estar por debajo del 30 por 100. Las medias participativas de los tres tipos de elecciones de ámbito estatal plantean claramente la situación: 25,9 por 100 de abstención media en legislativas, 34,5 por 100 en municipales y el máximo del 38,9 por 100 en europeas.
En las municipales de Menorca de 2019 encontramos a una gran mayoría de pueblos que superan el 40% de abstención.
En cada elección concreta hay un núcleo de votantes y otro de abstencionistas, pero no podemos hablar en general de ambas categorías como si estuviesen claramente definidas y aisladas. De hecho, un sector amplísimo de la población oscila con gran facilidad entre uno y otro comportamiento. Por tanto, si el cuerpo de abstencionistas «puros» (pongamos el 20 por 100 de 1977 ó 1982) se ve «adulterado» en elecciones como las europeas de 1989 o las municipales de 1991 con la inclusión en esta categoría de un sector de abstencionistas volátiles tan grande como el grupo originario, parece fácil entender que los perfiles sociológicos sean relativamente poco marcados o que, cuando menos, sea preciso hablar de perfiles muy cambiantes en función de las características políticas de cada convocatoria.
Entre los intentos de explicar la abstención encontramos todo tipo de clasificaciones de las razones para no votar: técnicas, sociológicas, políticas, de alienación, de contexto, etc. Sin embargo, podríamos distinguir entre aquellas explicaciones que enfatizan la continuidad, frente a otro conjunto de explicaciones con valores cambiantes y que nos permitirían acercarnos a los elementos de cambio en la abstención entre una y otra convocatoria.