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“Felicidad, una quimera”

Un artículo de Jaume Santacana

Mujer feliz.
Mujer feliz.

Bueno, señores míos, un poco de calma. Parece, da la impresión, que ya va de baja la propensión generalizada y globalizada sobre el deseo ferviente de aspirar felicidad al prójimo —como más prójimo mejor y como más resto del mundo tanto mejor todavía— durante la época navideña y sus aledaños en el calendario.

Efectivamente, ya se va notando un cierto retroceso en los anhelos populares que impregnan dichos deseos de felicidad a todos y para todos sin excepción. A un servidor nunca le han entusiasmado las palabras que contienen un significado que, de tan vasto y dilatado en su concepto, acaban transformándose en una categoría rellena de vacuidad y trivialidad absoluta. Y debo reconocer que el vocablo “felicidad” cumple, a raja tabla, con estas condiciones.

El gran observador Aristóteles ya dijo en su día —hace ya un tiempo, aunque haya llovido más bien poco desde entonces— que “la felicidad depende de nosotros mismos”; definición con la que estoy absolutamente de acuerdo. Y entonces voy y me pregunto: si esto fuera así, si la felicidad es un rollo personal e intransferible, ¿por qué caramba dedicamos media vida a “desear felicidad” a todo quisque que nos encontramos mientras vagamos, errantes, por este mundo cruel? La cosa es que nos la debemos desear a nosotros mismos que somos individuos que nos administramos nuestro estado de ánimo, la mayoría de las veces, sin condicionantes externos a nuestra propia piel. En un sentido parecido al del filósofo griego, también nuestra querida Marilyn Monroe comentó: “la felicidad está dentro de uno; nunca al lado de alguien”, cosa y tono que me hace pensar que, cuando soltó la frasecita de marras, acababa de mandar a paseo alguno de sus afortunados amantes… Y, para remachar el clavo sobre el egocentrismo que contiene la definición de “felicidad”, me basta con recordar a Victor Hugo en su pensamiento sobre el tema: “la suprema felicidad de la vida es saber que eres amado por ti mismo o, más exactamente, a pesar de ti mismo”. ¡Olé!

Me supongo que en el espíritu general de la sociedad se debe considerar que la felicidad viene a ser, prácticamente, como un concepto derivado del llamado bienestar, tanto físico como anímico, es decir, del cuerpo y del alma. En este caso, vuelvo a preguntarme: ¿cuándo tengo un evidente dolor de muelas, dejo de ser feliz? ¿Durante la gestión personal de una convulsión en mi barriga, soy infeliz? Esta consideración del término “felicidad” me recuerda al escritor catalán Josep Pla que siempre mantuvo que “la felicidad no es más que la ausencia de dolor”; así, tal cual.

Reforzando la idea sobre el hecho de unir los significados de felicidad y bienestar, no puedo dejar de citar a nuestro gran pensador Groucho Marx: “hijo mío, la felicidad está hecha de pequeñas cosas: un pequeño yate, una pequeña mansión, una pequeña fortuna”… Por ahí vamos bien.

Total: esta breve y superficial digresión me lleva a exponer mi disgusto por el uso abusivo que se está llevando a cabo con la palabreja de las narices: felicidad. Me suena a cumplido fácil y vacío; fórmula expresada con poco o nulo sentimiento real; tópico entre los tópicos; una forma más del consumismo anglosajón a que esta abocada la sociedad actual y, finalmente, una consigna global con su punto de cinismo.

Cabe destacar —sobre todo en las felicitaciones por la llegada de un nuevo año— que, junto a la voz “felicidad” se le suele añadir el adjetivo “próspero” que, por cierto, resulta que sólo se utiliza en esta ocasión; caso curioso, ¿no?

Ahora es cuando entraríamos en la discusión sobre qué significa “próspero”. Seguramente, lo mismo que definía Groucho Marx hablando de la felicidad.

Así pues: ¡feliz y próspero año nuevo!


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