Me parto de la risa de la tía Felisa cada vez que, con periodicidad acelerada, algún botarate más o menos famosín suelta por esa boquita la memorable expresión “yo soy amigo de mis amigos”. Lo suelen arrojar en cuanto se les pregunta por su esencia como persona: “me gustan los caballos con locura”; “siento una gran simpatía por los pobres”; “las mujeres, las prefiero rubias”; “duermo todo lo que me pide el cuerpo”; “me considero un cachondo”; y, al final, van y esculpen la frase de más enjundia: “soy amigo de mis amigos”. Y se quedan tan anchos, ellos, los amigos de sus amigos.
Digo yo que, si uno tiene amigos, tiene amigos; y aquí se acaba la comba. ¿Cómo no se puede ser amigo de tus amigos? Aquel que no es amigo de sus amigos ni es amigo ni es nada y te rondaré morena. Verde y con asas. El que no es amigo de sus amigos o es enemigo o, por deducción, es simplemente un conocido, un saludado, o un nadie.
Los hay que rizan el rizo y sostienen con la cara bien alta: “soy muy amigo de mis amigos”; es decir, no es que sean simplemente amigos de sus amigos sino es que, ¡toma ya!, además lo son mucho, o sea, no poco. Se supone que, por pura lógica, esos individuos deben afirmar (pensar no mucho, ya que esta clase de papanatas suelen hablar siempre antes de cavilar —que eso les queda lejos, o muy lejos) que son enemigos de sus enemigos; o muy enemigos de sus enemigos, cosa que no empeora la estupidez, porque no ha lugar, sino que la iguala, que ya es decir.
Un servidor entiende que los amigos son una de las partes externas de sus extremidades; como una especie de ramificación del sentimiento humano. Y por eso es natural que, así como disponemos sólo de dos brazos o dos piernas, el número de amigos sea más bien escaso. No es nada fácil encontrar a otros congéneres que sean capaces de comprenderle a uno, de confiarle sus secretos más íntimos y, a veces, escabrosos y de tener la suficiente disposición para socorrerle en momentos de apuro; confianza y sinceridad a raudales o más. De ahí, la escasez. Una vez compuesta la relación, ésta se puede jorobar por múltiples factores, tales como el dinero, los celos y las envidias, los cambios bruscos de actitud o ideología, el robo de novias y, finalmente, el rey de las fracturas sentimentales de todo tipo: los malentendidos.
En cuanto a los enemigos, siempre he sido partidario de mantener también pocos pero viscerales. Los enemigos solo se consiguen con mucho esfuerzo y, sobre todo, sin entrañas ni escrúpulos. Un buen enemigo vale un potosí y no es cosa de irlos perdiendo por ahí. Con tres enemigos potentes ya puede uno andar tranquilo. Mis tres enemigos son de una fidelidad a prueba de bomba y si me fallara uno y dejara de serlo me llevaría un disgustazo de órdago. El odio que nos profesamos no es moco de pavo: entre nosotros nos hemos cruzado alguna putada plausiblemente consistente y eso marca de por vida. Eso une; en la adversidad pero une que te cagas. Hay que conservarlo como oro en paño.
No me perdería por nada del mundo asistir al entierro de uno de mis enemigos preferidos; y no por contentura personal, sino por simple tristeza de perderlo.
Carpe diem.