Hace sólo un momento he encendido mi televisor y me ha aparecido un canguro. No, no es lo que creen: no se trata de que de mi electrodoméstico audiovisual haya salido un canguro real, auténtico, innegable y vital; la cosa es (lo detallo para que no haya malos entendidos, que después se lían y no hay manera humana de deshacerlos) que lo que ha aparecido en pantalla es una imagen de un ejemplar de marsupial de tamaño real, así, sin más.
Bueno, lo del tamaño real se refiere a la bestia en su entorno natural; naturalmente, mis pulgadas me han ofrecido una imagen adaptada a las medidas que mi televisor decide. Su visión me ha acercado a la memoria mi primer encuentro con un canguro, ese sí, de tamaño natural respecto a mi figura torera y mi complexión más o menos atlética. Cada vez menos, por cierto.
La primera vez que me encontré, cara a cara y sin testigos, frente a un canguro, no supe, exactamente qué hacer, de qué modo actuar. Un canguro, así, en vivo y en directo, se lo aseguro, corta un montón.
No puedo afirmar completamente que fuera un momento tierno. El animal me miraba fijamente a los ojos, como queriéndome decir: “Este tío raro no sabe lo que tiene entre manos”. Estábamos en Australia; en algún lugar de la enorme isla.
Yo, la verdad, me mostré inseguro; incluso mis manos reflejaban frialdad y me temblaban ligeramente (lo de la frescura de mis manos, últimamente, me lo dicen a menudo: creen que manifiesto tensión). Ese primer proceder mío, según dicen los expertos, a los canguros no les mola en absoluto. Ellos son más bien rollo confianza y tal; aprecian la tranquilidad, el sosiego y, sobre todo, la seguridad, la protección. Si la persona que se relaciona con ellos no aporta estos conceptos humanos, al canguro le entra desazón y se deprime. Y entonces, inevitablemente, se jode el invento y se va a tomar por el saco la mínima confianza necesaria para poner en marcha una relación.
Ahora bien, ante un tío indeciso, el canguro se crece un huevo; quiero decir que es capaz de humillarle y hacerle tragar la tierra. El canguro es muy suyo, la verdad.
Quise confraternizar con él. Pensé que, quizás, con alguna argucia, la bestia me sonreiría o así. Yo siempre había oído que los canguros obtienen mucha información a partir de las señales olfativas; puse mi mano en el bolsillo de la chaqueta y palpé una magdalena. Salvado, musité.
No me pregunten sobre la edad de mi canguro. Yo le calculo unos diez años, partiendo de la base de que su esperanza de vida es de unos dieciocho y lo digo de memoria… No se trataba, pues, de un cachorrito. No tenía más años que Matusalén, pero ya podría haber hecho la primera comunión. Calcularle la edad a un canguro es casi tan complicado como adivinársela a un lapón. Lo digo por experiencia.
Extraje, con sumo cuidado, la magdalena de mi bolsillo. Hacía tiempo que la llevaba en mi chaqueta; me la habían regalado unas monjas del convento de las Adoratrices del Perpetuo Sacramento. No presentaba el aspecto de recién salida del horno, pero, vaya, se mantenía, todavía, algo turgente. La extendí sobre la palma de mi mano y, con cierto temor pero con cariño trianero, acerqué mi extremidad a su boquita.
Me miró y esbozó una sutil y dulce media sonrisa; aire de falsedad, su sonrisa. Yo moví, ligeramente, mi mano con aquel movimiento que recuerda a los toreros cuando tantean al toro para provocar y conseguir la embestida del toro. Me volvió a mirar con un cierto desdén cínico. Cerró la sonrisa. A partir de aquí, todo fue muy rápido; casi no lo recuerdo: con su nariz golpeó la magdalena (que se desplomó contra el suelo) y abriendo brutalmente su boca, me pegó un mordisco en la mano que me dejó tieso. ¡El muy cabrón! No se vayan a creer ustedes: el bocado de un canguro es salvaje y duele, ¡vaya que si duele!
No lo he vuelto a ver. Nos separamos sin despedidas. Antes de desaparecer le recité algunos exabruptos referidos a sus ancestros, sobre todo, a su padre y a su madre; en catalán, mi lengua materna.
Mi corazón murmuró, quejoso: “Cuando comenzamos lo nuestro, pensé que sería para siempre”; hoy, me he dado cuenta de que no teníamos ninguna posibilidad de empezar una nueva vida juntos…
… eso te pasa por intentar comprar el cariño… // coda… en el diario de la competencia, ese que censura los comentarios porque es propiedad del obispado, he comprobado que a muchos columnistas les ponen como condición que en sus artículos introduzcan, aunque no venga a cuento, la palabra “dios”, de vez en cuando… parece una cuota que han de cumplir, supongo que es algo así como un impuesto revolucionario para poder escribir en sus páginas… huelga decir que en este medio no creo que sea necesario… así que esas referencias a Matusalén, a la primera comunión y a las monjas esas del convento de ridículo nombre impronunciable… aquí no existe esa cuota de la secta, así que relájese y utilice un vocabulario normal, exento de memeces religiosas… porque intentar meterlas a toda costa en sus escritos, acaba por desmerecer el conjunto, y es una pena…