Escribo el vocablo tendencia visto que, de un tiempo a esta parte, lo que antaño era descrito como una moda, se ha convertido en una tendencia; debe ser una moda.
Recientemente, he tenido el honor de participar, en calidad de jurado, en una cata de gin-tonics, esta bebida ya popular que consume, con un cierto delirio, medio planeta; principalmente, el hemisferio norte.
El acto se celebró en Palma, en el marco incomparable de la isla mediterránea de Mallorca, actualmente gobernada por los socialistas, para más detalle. El local en el que tuvo lugar tan magno y prestigioso acontecimiento fue el Bar Moderno, ubicado en la sencilla pero encantadora plaza de Santa Eulalia.
Me convocaron junto con mi buen amigo Antonio. Un par de horas antes –como medida de protección “gastroenterológica”- nos zampamos un enorme pedazo de carne de ternera: pura caloría. Más que nada para conseguir el efecto “almohada intestinal”.
Presidió tan magno acontecimiento -la cata- el gurú del establecimiento, el inefable Siso.
Catamos docena y media de distintas marcas, tanto de ginebras como de tónicas. Un espectáculo. Tuvimos un final feliz, claro.
El gin-tonic fue inaugurado, aproximadamente, hacía 1825 cuando, para combatir la malaria, a los oficiales británicos destinados en la India les daban, diariamente, dosis de quinina que –para los ignorantes profesionales- es el principio activo de la corteza de la chinchona. ¿Qué por qué se llama “chinchona”? Muy fácil: se trata de un árbol que proviene de América del Sur al que impusieron el nombre en homenaje a la esposa de Luís Jerónimo Fernández de Cabrera y Bobadilla, Conde de Chinchón -pueblo de la actual Comunidad de Madrid donde nació el actor José Sacristán- y Virrey del Perú. De ahí que la llamaran, los muy castizos y cachondos, “la Chinchona”.
Así pues, resulta que la quinina resultaba intragable por su desagradable amargura. Es por este motivo que los oficiales colonizadores decidieron añadir una mezcla de otros productos (azúcar, agua, zumo de lima y ginebra) con el objetivo de mejorar su sabor en su consumo diario.
De todos modos, y visto que dicha tendencia ha adquirido unas dimensiones ingentes (en los bares ya no disponen ni de máquina de café con leche puesto que su espació queda escondido por las estanterías que ocupan, solamente, botellas de ginebra) soy contrario y alérgico a las tendencias masificadas) y he tomado la sabia decisión de pasarme a la cazalla, el potente aguardiente sevillano, elaborado por la destilación de la planta matalahúga que llega a producir un 45% de alcohol… ¡toma ya!. O sea que, cuando voy a mi bar para ingerir mi primera colación, me pido un par de copas de cazalla que me coloco entre pecho y espalda y me quedo tan ancho. De hecho, me proporciona un motivo real para, con ilusión y alegría, iniciar mi jornada laboral; jornada que acabo con un par de copas más de cazalla, como broche espectacular del día acontecido.
La cazalla produce una resaca de las de antes: seca, salvaje, indiscutible, incontestable; a causa de estas virtudes, recomiendo el uso de este producto consultando previamente al médico de cabecera quien debe autorizar las medidas adecuadas según el carácter y el estado físico de cada paciente potencial.
Mi primer gin-tónic lo consumí junto al escritor catalán Josep Pla; el último, con mi amigo Antonio y un belga de Bélgica que pasaba por allí.
Un consejo: no mezclar la cazalla con el ron. Resulta excesivo.
Y, finalmente, un deseo: que entres ustedes lo más felizmemte posible en el nuevo año 2023 y, si fuera posible, que lo salgan, también, adecuadamente y sin los piés por delante. Con orgullo, determinación y sin mirar, excesivamente, para atrás, por aquello del “que me quiten lo bailao”.
Feliz, pues, final de fiesta navideño.