Bajo la lluvia, estremecidos por el frío y la realidad que capta una mirada abierta al mundo, el mundo que está más allá de los límites de ‘sa Roqueta’, varias decenas de personas toman partido. Claman, casi en silencio, contra un mundo que parece lejano y que presenta muchas caras -alguna amables, otras ariscas- del que es fácil olvidarse. De un tiempo a esta parte, la cara de la injusticia y de la desesperanza es más visible que nunca. Todavía no tropezamos con ella en las bellísimas costas menorquinas pero nadie puede asegurar que no pase más adelante.
La cara de la injusticia y la desesperanza la conforman los miles de rostros anónimos que llegan a las fronteras de Europa. Nuestra mal llamada Unión Europea, responsable en parte, de la desastrosa situación que viven muchos países del mundo es incapaz de sonreír estos rostros. Los dirigentes europeos no han sabido evitar los conflictos de los que huyen miles de personas como nosotros, no han sabido ni querido cambiar las reglas de la cooperación internacional y tampoco saben dar una respuesta mínimamente digna a la crisis de los refugiados.
En pleno siglo XXI, Europa, la cuna de los derechos y las libertades, deviene incapaz de garantizar que el infante de una humanidad mejor pueda crecer como es debido, garantizando el equilibrio y el bienestar para todos, unas condiciones de vida dignas, un horizonte de esperanza. Quizá porque Europa, la cuna de los derechos y las libertades, olvidó que no son efectivos unos ni otras si no se asumen sus correlativas obligaciones. Y nosotros, cada uno de nosotros como parte, pequeña pero parte, de esta Europa deberíamos, como mínimo, levantar la voz para que esto deje de pasar.