La celebración del Día de la Constitución llega este año cuando vuelven a arreciar las voces que claman por su reforma, contrapuestas, eso sí, a los que alertan de la inconveniencia de abordarla en este momento. Recientemente, una encuesta de Sigma Dos para el diario “El Mundo” reflejaba que el 60 por ciento de los catalanes opinaba que la reforma de la Constitución sería la mejor manera de resolver la relación con España. Y más o menos al mismo tiempo, Pedro Sánchez, secretario general del PSOE, expresaba la voluntad de su partido de cambiar el artículo de la Carta Magna que introdujo en nuestro ordenamiento un techo de déficit.
Son sólo dos ejemplos, pero habría más de como el que aparentemente se presenta en los últimos tiempos como un muro -el marco constitucional- se convierte en la solución para problemas de diferente índole. He que reconocer que esto supone matizar mis propias y recientes palabras, en relación a que España no cree válido el modelo que se otorgó hace casi cuarenta años. Porque está claro que el modelo, asentado en los cimientos de entonces, presenta signos de debilidad pero mantiene intacta la fortaleza de su estructura.
La convulsión es signo distintivo historia constitucional de España. Cuando allá por los siglos XVIIII y XIX el país se abría a nuevas maneras de pensarse, de hacer política, de organizarse administrativamente, las constituciones duraban muy poco, era un baile continuo que danzaba en paralelo al vértigo que provocaba despedir regímenes absolutistas y a las tensiones que éste creaba, pero con la Constitución de 1978 parece que hemos superado esta tendencia y que estamos preparados para tener leyes estables.
Estables que no inamovibles. Son muchas las voces que vienen pidiendo largo tiempo una reforma constitucional en profunidad. Lo han hecho por diferentes motivos en diferentes momentos, pero todas estas voces resuenan desde la misma intuición. Aunque nuestra Transición y lo que emanó de ella fue, es, muy mejorable, el modelo constitucional sigue siendo válido para construir un estado capaz de enfrentar los retos del siglo XXI.
Hay que considerar seriamente, sin prisa pero sin pausa, la conveniencia de revisar nuestra Carta Magna, desde el el máximo respeto y rigor. Si dentro de la complejidad, la fórmula está tan al alcance de la mano, despreciarla es de una miopía invalidante, es una ocasión perdida que nos pasa por delante sin que seamos capaces de darnos cuenta, o lo que es peor, sin que tengamos la ilusión y el coraje de aprovecharla.