Cocinar, lo que se dice cocinar, nunca he sabido. A lo largo de los años se había ido uno apañando con un repertorio de almuerzos y de cenas fáciles de preparar por una parte, y con pocas variaciones culinarias por otra. Ese breve catálogo de platos propios estaba compuesto, esencialmente, por pechugas a la plancha y patatas al vapor unos días, y por ensaladas de atún con arroz hervido otros, si bien últimamente lo más habitual solía ser acabar comiendo algún bocadillo frío tipo baguette.
Pero como no sólo de pan vive el hombre, cuando mi economía me lo permitía, me acercaba de vez en cuando hasta algún establecimiento de comida preparada y me compraba un menú de esos que te acaban devolviendo el ánimo. Uno de los menús que más repetía solía incluir paella, canelones o lasaña de primero, y pollo al ast, croquetas o merluza de segundo. Con un poco de suerte, ese menú me podía llegar a durar a veces hasta tres días, y en ocasiones hasta cuatro o cinco, aunque no siempre en el mejor estado.
Es cierto que para personas como yo existen desde hace décadas en televisión diversos programas de cocina muy didácticos y populares, pero reconozco que nunca fui excesivamente devoto de esos espacios, ni siquiera de los más recientes y exitosos, como «MasterChef» o «Pesadilla en la cocina». En realidad, no quiero ni pensar qué me dirían Jordi Cruz o Alberto Chicote si me vieran preparar algún plato especial propuesto por ellos.
Otra posibilidad para intentar emular en un futuro a maestros como Ferran Adrià o Martín Berasategui sería matricularme en la Escuela de Hostelería de la UIB o comprar libros ilustrados de cocina, pero todos somos conscientes de que ahora mismo ambas opciones no son posibles. Intentaré perfeccionar, mientras tanto, mi limitada destreza con las pechugas a la plancha o con las ensaladas de atún, sobre todo cuando pueda volver a encontrar alguna pechera de pollo o algún «pack» de bonito en el súper, claro.