Yo me las veía tan frescas, hoy, contándoles las delicias que me han acompañado, durante dos semanas, en mi placentera estancia en una casita de Waterloo, en Bélgica, justo en la línea fronteriza entre el país flamenco y el valón (por cierto -y a beneficio de inventario- les cuento una curiosidad bien curiosa: la famosa batalla de Waterloo no ocurrió en Waterloo. La feroz contienda militar entre las tropas imperiales francesas, comandadas por Napoleón Bonaparte, y el ejército aliado formado por soldados angloprusianos bajo las órdenes de Wellington, nunca se produjo en el término municipal de Waterloo. Fue, precisamente, en un pueblo cercano donde, realmente, las dos milicias se enfrentaron. El pueblo se llamaba (y se sigue llamando) Brain l’Alleud; pronuncien ustedes BRENLALÓ. Cuando al ganador, Wellington, le colocaron delante de sus narices los pertinentes papeles para recabar su firma como vencedor y forzar la rendición de los franceses, se vio aturdido para escribir, correctamente, el nombre de esta villa y no se le ocurrió otra cosa que cambiarlo por el de la vecina Waterloo con facilidad más acorde con su inglés tradicional).
Bueno, a lo que iba: me apetecía relatarles las múltiples virtudes que me ofreció mi merecido descanso en Waterloo: una serenidad implacable, una tranquilidad de espíritu incontestable, una lluvia persistente y enriquecedora, un frío inclemente, un viento despiadado y unos vecinos estilo Ropper, gentiles, amables y empáticos con su humanidad. Mi discurso, sin embargo, se encalló cuando me pasó lo que me pasó con el vuelo de vuelta a casa.
Lo escribiré en presente histórico, que da más veracidad a mi relato: llego, puntualmente, al aeropuerto belga de Zaventem, cerca de Bruselas; paso los controles impuestos desde la barbarie del 11 de septiembre del 2001 en Nueva York; hago tiempo y llego a la puerta de embarque correspondiente a mi vuelo. Me sitúo en la cola ordenada y llego hasta el personal de la compañía que atiende el mostrador. Me toca el turno y entrego la documentación: mi pasaporte, mi billete y, finalmente, el papel que reza, en su encabezamiento (junto a las banderas de Catalunya, España y de la Unión Europea) “ Certificado Covid Digital de la UE”, también denominado como “Pasaporte Covid”; con su QR bien bonito y visible y con la explicación de las dos vacunas de modo serio y científico.
El personal que atiende me indica que este “certificado” (por muy oficial que sea) no vale ni un pepino, es decir, no sirve para nada. Me exigen un nuevo QR -sólo presentable en modo móvil- que, al parecer tiene, sólo, horas de vigencia legal. Yo, que soy persona que suele estar bien informada y a quien le gusta ir por el mundo con todos los papeles en regla, me quedo descolocado y pregunto. Me aclaran que, sin este requisito, me quedo en tierra. Un viajero, amable él, me muestra la aplicación necesaria para conseguir este nuevo QR. Somos catorce personas en la misma triste situación; el resto de los pasajeros ya ocupan sus asientos dentro del aeroplano. Consigo entrar en la puta aplicación y voy rellenando -con temblor en las manos y el bulto de mis genitales en plena garganta- todos los ítems necesarios para conseguir mi objetivo. Una vez rellenada la pantalla con todos mis datos personales (incluida la preguntita de si “¿soy humano?”, sic.), me aparece el clásico letrerito rojo que me alerta de que mi e-mail no es correcto. Lo corrijo mil veces y sigue la alarma diciendo que no puedo continuar porque mi correo no es real (¡vaya si lo era!). A los demás catorce desgraciados les pasa lo mismo.
Hay nervios en el rincón del finger en el que sucede el incidente. Los catorce del montón se empiezan a calentar; y los dos tipos del personal de la compañía, también. Se huele algo feo. Yo, que me conozco, se que, en casos similares, me crezco y me lanzo a montar pollos de una manera casi profesional. Empiezan los gritos y las palabras se vuelven soeces, por ambas partes. En un momento de pasión, amenazo con hacer una llamada al Vaticano para protestar ante la Santa Sede y se producen gestos de estupefacción entre los malditos pasajeros y los dos burócratas resistentes.
Finalmente -y para dejar de aburrirles- con el vuelo retrasado y los pasajeros ya colocados (menos nosotros), el comandante del avión (máxima autoridad de la pasarela, desde la puerta de embarque), decide “indultarnos” y nos concede, benévolamente, el acceso a la cabina de pasajeros. El vuelo se inicia.
Llegados al aeropuerto de Barcelona, una nueva filigrana que se inscribe en el movimiento “caos Covid”. Abrevio: a los catorce pasajeros díscolos nos apartan del resto de la manada y nos obligan a rellenar tres folios, tres, de burocracia de la buena. Ahí sale todo, incluso mis estudios inferiores. Un buen rato para rellenar. Pasamos otro control y, finalmente, una sanitaria, simpática ella, nos toma la temperatura y nos suelta al coso exterior.
Una odisea, un martirio, una cruz, una coña marinera.
Consejo: piénselo bien antes de lanzarse a la aventura de salir a ver el extranjero. Sale complicado.
… hay que ser mentacato para recurrir a esa tontería de apelar a la embajada del Vaticano… como si eso sirviese para algo, y precisamente esa mierdecilla de estado, un grano en el culo de la ilustrada Europa… si aún se mentasen París, Londres o Berlín… se merece usted lo que le pase, sinceramente…