Rusia invade Ucrania como forma desesperada para no hundirse en la arrinconada irrelevancia que Estados Unidos y sus aliados le estaban propinando al centrarse en el Indo-Pacífico.
Con este propósito, asume el riesgo del aislamiento diplomático, el desgaste económico y la contraproducente estrategia a nivel de seguridad. Todo dentro de una reacción más fuerte de lo esperado: la resistencia ucraniana y la presión internacional han sobrepasado las expectativas.
En resumen, Rusia continúa por el camino contrario al que debería elegir para proyectarse como una potencia regional que aspira a volverse una global. No diversifica su economía ni recolecta aliados desparramando algún tipo de propuesta cultural o ideológica, más allá de su difusión de fake news, al tiempo que le da motivos al enemigo para que refuerce su alianza.
Las sanciones masivas pueden afectar más simbólicamente que económicamente, pero la confirmación de que la dependencia europea de la energía rusa no es viable se pone de manifiesto con la decisión de Alemania de detener el Nord Stream 2.
Por otro lado, al igual que con aquella represión de Moscú del levantamiento húngaro en 1956, la OTAN se solidifica y refuerza su frente oriental mientras la imagen de Rusia se sigue desmoronando. Tal vez Pekín no sea el parachoques más seguro y confiable.
Todo este razonamiento tiene una lógica occidental. Sin embargo, Moscú en el tablero geopolítico ha representado un actor muy particular; una especie de Bizarro, no por el típico uso incorrecto de este adjetivo en español, sino por aquel enemigo de Superman que lo copia de una forma distorsionada y viene de un planeta con forma de cubo regido por un Código Bizarro que dicta: “¡Hacemos lo contrario de todas las cosas terrenales! El Pacto de Varsovia fue un buen ejemplo de algo sacado de ese mundo: una alianza militar que invadió solo a sus propios miembros.
El Zar se asentaba sobre su autocracia, feudalismo y dominio terrestre cuando Occidente se derramaba gradualmente por todos los mares de la industria y los derechos, luego la Unión Soviética se encerraba en el más grande cubo, cuyos cuadrados se iban desprendiendo con el desfigurado reflejo occidental.
Hoy, luego de la humillación de los noventa y con un cerco atlántico cada vez más apretado, este bizarro país (en el correcto uso del término) se ha vuelto más Bizarro que nunca: una federación gobernada sin discusión desde Moscú; una república con un dictador, cuya recomposición militar se ha dejado por el camino los otros condimentos de un imperio.
He aquí una enorme y vacua fiera herida que puede cambiar de pelaje, pero que se mantiene siempre como ese familiar y exótico contraste. Así sigue oscilando siempre dentro de su cúbica inmensidad incompleta: a la manera del gatopardismo, este oso pardo cambia de forma para permanecer como el malo necesario que pierde sin desaparecer bajo un telón inquieto; una potencia regional bicontinental con aspiraciones universales, aunque finalmente mantiene una misma zona de influencia alrededor de sus fronteras más o menos amplia según la época.
Allí prepara la actuación que da sentido a su dostoievskiana existencia, espectáculo en el teatro global que Occidente, engalanando el humeano azul de su crespo cabello con un pesado y volátil sombrero tan enroscado como estrellado, disfruta y sufre desde su cómoda y ensanchada butaca.