Me acabo de zampar siete hermosas sardinas a la brasa. Soy plenamente consciente de que el verbo “zampar” es absolutamente contrario a las nuevas tendencias gastronómicas que van de fineza, delicadeza, deconstrucción, exquisitez y refinamiento. Lo siento, yo zampo y punto pelota. Las citadas sardinas eran grasas, untuosas, lubrificantes; pura mantequilla. Entramos en el equinocio de primavera y las sardinas proceden de un largo viaje por el Océano Atlántico, atraviesan el estrecho de Gibraltar y reanudan su acuoso camino por el Mediterráneo. Durante este periplo anual, los clupeiformes descubren el mar latino y se hinchan a comer. El resultado es un pescado inmenso en sus cualidades, delicioso en el paladar y glorioso en el placer de aquel que lo degusta. Eso sí: debe asarse, siempre (siempre de los siempres) a la brasa, sobre los rescoldos de un fuego recientemente extinguido pero vivo, medio llameante y que vibra en su calor, en su aroma y en su brillante bermejo, a mitad de camino entre el gris excesivo y el bermellón escarlata. La brasa no es fácil; requiere su dedicación, su amor y su experiencia.
Cuando se publique este artículo, el día 19 de marzo será la festividad de San José, lo que, en lenguaje puramente comercial y consumista, viene dicho como “El Día del Padre”: una gilipollez como otra en estado natural. Los anglosajones, que son los reyes de las transacciones, o sea, de las compraventas, han convertido el calendario en una sencilla operación pecuniaria. Han bebido de las fuentes fenicias y árabes y le han sacado un provecho total chupando del bote de la maldita globalización (la misma que permite que la gente se vista de chándal y circule con tatuajes primitivos y de mal gusto). El “Día de la Madre”, “San Valentín”, “Papá Noel”, “Halloween”, etc. Se trata de vender y como la gran mayoría de ciudadanos del mundo rico pica -con gusto- ahí es gloria.
Desde mi punto de vista, el “Día del Padre” debería ser, auténticamente, siempre, es decir, cada día de la semana, del mes, del año, del lustro o de la década. No hay motivo serio como para recordar al progenitor -vivo o muerto- un día al año; sea para comprarle la consabida corbata o para depositar unas florecillas silvestres en su nicho. Un servidor, a mi padre lo recuerdo a cada minuto de mi vida; a cada segundo; a cada décima o centésima de segundo. Murió hace treinta y nueve años, pero sigue vivo en mí. A cada instante. No necesito recordarlo porque lo llevo dentro, en mi interior más profundo continuamente. Veo el transcurrir del mundo a través de sus ojos. Miro la vida con su mirada, con su sentir, con el pálpito de su emoción, con la emoción de su latido.
Lo llevo en mi interior, constantemente, cuando voy por la calle, cuando estoy en un mercado, en un restaurante, en un cine, en un tugurio; cuando me dispongo a dormir, cuando me ducho o cuando me pincho con un rosal. Veo con su forma de mirar, escucho con su manera de oír y zampo con su manera de disfrutar de los placeres de la vida.
Hoy mismo, sin ir más lejos, he sentido en mi más fuero interno, la misma sensación de deleite que él hubiera experimentado ante las siete sardinas que he asado con el mayor de los cariños. Igual que cuando escucho el concierto de Bach para dos violines, veo los paisajes de Delfos, leo a Dante o me emociono ante un niño que juega con un conejito de peluche. Ahí estoy yo; ahí está él.
Ni homenajes puntuales (como de dice ahora, inexactamente) ni tonterías comerciales, ni falsos recordatorios: cruzo las piernas como él las cruzaba y pongo mi labio inferior sobre el superior; escucho como él, siento como él, veo como él… y lloro como él.
Mientras ejercía la masticación de las siete sardinas, alguna lágrima me ha resbalado por las mejillas que él me proporcionó.
Gracias, padre… y punto. No te voy a comprar ningún regalo.