Durante los últimos meses de mayo y junio se han venido celebrando las Eucaristías donde los niños que se han preparado han recibido por primera vez el Sacramento de la Comunión. La ceremonia de ese acontecimiento resulta brillante y hermosa, tanto por el Celebrante que la preside como por el recogimiento y devoción que manifiestan los niños que viven el acto y la satisfacción de los (as) catequistas que durante el tiempo de preparación han dedicado su quehacer para prepararlos en conciencia en lo que ello significaba.
Ante el nerviosismo que anida en los corazoncitos de esos niños y niñas momentos antes de la ceremonia, los recuerdos regresan a mi mente y me transportan en el vehículo de la nostalgia hasta aquel florido y soleado día del mes de Mayo de 1948 en el que yo recibía por primera vez ese mismo Sacramento.
Aquellos tiempos eran distintos a los de ahora. Tiempos difíciles y economías familiares que no dejaban lugar para gastos especiales, como muy bien podría ser la celebración de la primera comunión de un hijo. La modesta invitación que la familia ofrecía por el acontecimiento solía hacerse en los propios domicilios, lugar donde acudían familiares y amigos muy especiales sin olvidar que era una fiesta para los niños amiguitos del hijo (a)
Me pongo en la piel de algunos padres cuyos hijos “han hecho la comunión” estos meses pasados. Deben estar agotados, pero satisfechos por lo bien que salió todo.
Por lo bien que salieron las fotos, por lo divertida que fue la fiesta, por lo bien que resultó el menú del restaurante, por lo guapísima que iba la niña que parecía una novia, por lo precioso que iba mi niño vestido de almirante, por lo bien que me sentaba el traje, por la elegancia que me aportaba ese peinado, por la cantidad de recuerdos que pude repartir a los familiares…
Para muchos padres ha sido este un camino agotador: comprar el vestido o traje de la niña o del niño y los zapatos a juego, elegir el restaurante y el menú, las flores, comprar todos los regalitos, seleccionar su propio traje, vestir a sus hermanos para la ocasión…Ah! y se me olvidaba, y los dos años de catequesis que han tenido que cumplir. Que el niño la mitad de los días no quería ir. Y eso sin olvidar que algunos sábados tenían que ir a Misa a acompañarle, porque el cura se empeñó con que fuesen los padres…
Menos mal para ellos que ya ha acabado todo esto y que ya “ha hecho” el niño la comunión y ahora tranquilos, hasta dentro de unos años que “tendrán la comunión” de la más pequeña…
Pero ¿qué ha acabado cuando el niño “ha hecho” la comunión”?
Cuando un niño recibe la Primera Comunión en Cristo no acaba nada. Al contrario, empieza mucho.
Es una lástima que para muchos de ellos esa primera sea la última de sus Comuniones porque para sus padres la comunión era una meta a cumplir. Un objetivo que se ve alcanzado cuando se celebra todo con éxito y se culmina con largas horas de una fiesta cuyo único sentido era pasarlo muy bien con los amigos con la excusa que el niño “hacía la comunión”.
Celebrar esta fiesta es algo totalmente lícito, ¡faltaría más!, ojalá puedan celebrar muchas más.
El verdadero acontecimiento que sucede ese día pasa a un segundo plano tan insignificante que muy fácilmente se convierte esa Primera Comunión en la última para muchos niños.
Perdona que hoy sea tan crítica, y por supuesto perdona también si te ofendo. No para todos los padres presenciar la Primera Comunión de sus hijos por responsabilidad significa lo mismo que lo que yo he descrito.
Muchos de ellos son conscientes de la enorme importancia que tiene para la vida de sus hijos el hecho que se le hayan abierto las puertas de Cristo de par en par a partir de este acontecimiento.
La Primera comunión
