Este año que termina ha resultado demoledor y no sólo por los devastadores efectos del maldito bicho. Sino, en buena medida, por cómo se ha decidido afrontarlo. Pues, es cierto que ante una circunstancia como esta los gobiernos se sienten impelidos a actuar, a pesar de no tener ni la más remota idea de cómo hacerlo. Pero lo peor, es que se puede percibir que han intentado aprovechar la pandemia para transformar los principios básicos de la política democrática liberal.
Cuando los atentados del 21S de 2001 inocularon el virus del miedo en la mente de muchas personas, se abrió un debate sobre cómo combinar los principios de máxima seguridad con los de máxima libertad. Y las fórmulas se encontraron, pues al tiempo que se mejoraron los controles se actuó de forma exquisitamente escrupulosa para preservar las libertades individuales, al considerar que precisamente el objetivo de los terroristas era atacar a la sociedad abierta occidental. Así pues, la única forma de vencer al miedo era redoblar los esfuerzos en mantener y fortalecer la libertad.
Sin embargo, en esta ocasión, quizás porque el virus proviene y se combatió en primer lugar en la autoritaria China, se ha decidió que existe una incompatibilidad total entre esos mismos principios. Así pues, no tan solo no se ha dudado ni un instante en suprimir libertades, sino que se ha iniciado un proceso oportunista para que la política disminuya su énfasis en ser un medio de llegar a acuerdos, para convertirse en un subterfugio para legitimar la arbitrariedad del poder.
Por su parte, los países pioneros y líderes en democracia, Gran Bretaña y Estados Unidos, optan por dejar de ser un referente y una guía. El Brexit británico y la administración Trump muestran que prefieren las barreras con el exterior a ser la “Ciudad en la Colina” observada por el mundo entero, de la que hablaban los presidentes Kennedy y Reagan.
En esta transformación también está teniendo un especial protagonismo cierta prensa, que herida por la irrupción de la digitalización, busca refugio al amparo de los presupuestos públicos a cambio de pastorear a la audiencia hacia el aprisco del gobierno. A lo que hay que unir el constante asalto del ejecutivo al judicial, y el rechazo a tomar cualquier decisión que suponga coste político, al anteponer sin tapujos la permanencia en el poder al bien común. En su conjunto, todos estos elementos unidos al miedo y la ansiedad generalizada, empujan a la democracia liberal hacia el colapso.
De hecho, una hipótesis posible de lo sucedido este 2020 es que, con la aparición del virus, la OMS, muy influenciada por China, difundió el mensaje de la incompatibilidad entre salud y economía. De forma que muchos gobiernos débiles, y por ello muy orientados al márquetin, optaron por seguir a su manera esos principios en un intento de eludir cualquier tipo de responsabilidad propia. Aprovechando, además, la ocasión para ampliar su posición de poder utilizando las leyes para controlar a los ciudadanos, en vez de aceptar que estas marquen sus límites.
Como era de esperar, el resultado ha sido un fracaso sin paliativos. A los malos datos sanitarios se suman los peores económicos. Por la sencilla razón que cuando el poder del Estado no está contenido, y desborda sus límites, provoca que los individuos pierdan su libre albedrío, su independencia y su condición de ciudadanos responsables y con plenos derechos, lo que conduce inevitablemente a la desorientación y la crisis social. Las personas aisladas unas de otras y constantemente tuteladas se vuelven cobardes y, por ello mismo, receptivas a ensoñaciones.
Por todo ello, en mi humilde opinión, es urgente construir, cada uno desde su perspectiva, una narrativa de lo sucedido en este fatídico año como base para proponer paliar errores y corregir las derivas que nos han conducido hasta aquí.