Las personas que me conocen personalmente saben, de primera mano, mi enorme admiración por el oficio de camarero. Efectivamente, siento una verdadera fascinación por aquellas personas que dedican su vida laboral a una ocupación que presta un servicio público (nunca mejor dicho) y que posee, per se, una extraordinaria capacidad de interrelación entre personas humanas.
Junto a este encandilamiento hacia la citada profesión siento, a la vez, una inmensa decepción, un colosal desengaño, al observar que el 90% de los individuos que ejercen dicho oficio no son merecedores de mi admiración. ¿Motivos? Diversos: desde el desaliño general (vestuario, higiene personal, etc.) hasta la actitud que sostienen en frente de los clientes que, finalmente, son los que deberían ser atendidos de manera lo más exquisita posible.
Dentro de este porcentaje majestuoso de gente reflejado en mi estadística —absolutamente infundada, como casi todas—, la más absoluta de las mediocridades actúa en sus funciones de manera harto significativa. La primera impresión que ofrecen ante su clientela es la de importarles un rábano la calidad en el servicio; la desgana y la inapetencia se advierten desde el primer momento; la dejadez y la enjundia se refleja en sus rostros en el primer acercamiento a las personas que requieren de sus servicios. No hace falta comentar la falta de una cierta elegancia en sus movimientos y la falta de profesionalidad en sus actuaciones.
No deberíamos olvidar que un local de restauración (ya sea bar, taberna, restaurante u hotel) no deja de ser un templo en el cual la humanidad suele pasar un tiempo de ocio, reposo, sosiego y, sobre todo, de relación social de primer nivel. De hecho, no existe ningún local comercial —fuera del domicilio familiar— donde un grupo de personas ejerzan una actividad eminentemente comunitaria. De ahí la importancia que tiene la actitud de aquellos que deben servir a los parroquianos; es esencial.
En mi ya largo recorrido vital he tenido el honor de ser servido por tres camareros que —alejándose de la estadística grosera antes comentada— han sido, para mi y para todos aquellos que han tenido la misma suerte que un servidor, un espejismo en el nefasto panorama actual. Dos de ellos ya fallecieron. El tercero me sirvió, ayer mismo, un par de gin-tonics emboscados, ambos, en un fabuloso clima de relación casi fraternal que hicieron mis delicias y las del resto de clientes que nos rodeaban.
Siso (de Narciso) regenta el Bar Moderno, ubicado en la divina plazoleta de Santa Eulalia, en el casco antiguo de la “guiriguizada” ciudad de Palma, en Mallorca; fundado en 1914, justo al comienzo de la Gran Guerra. Su oficio resalta en todo momento y su talento rebosa inteligencia y saber estar en todo instante. Con un sentido del humor supersónico y meteórico, va y viene, se conoce al dedillo a todos los clientes y utiliza un excelso trato con sus compañeros de trabajo que, a su vez, sienten una auténtica devoción por el personaje. Siso tiene el don de la palabra y mantiene conversaciones de alto nivel con los consumidores: va y viene por el local y su terraza. Podría ser el mejor showman del planeta pero es que, además, su profesionalidad y elegancia está por encima de cualquier banal elogio. Permanecer un rato (largo, si puede ser) en su establecimiento es una lección de humanidad digna de ser disfrutada en directo.
De los otros dos camareros que brillaron por su entrega al cliente-amigo, uno, de nombre Puig, trabajaba en el Bar Anoia (bajo Franco Bar Noya, no se lo pierdan) y gozaba de una peculiaridad excepcional: los clientes le pedían lo que deseaban tomar y, a la vuelta, él, el camarero Puig, les traía lo que a él le daba la gana. El fenómeno de esta desobediencia clientelar consistía en que lo que les ponía encima de la mesa gustaba más a los clientes que lo qué, anteriormente, habían solicitado. El trato que repartía Puig (que por cierto llevaba sus invariables pantalones negros justo encima de sus axilas) pertenecía al tipo de humor que practicaban los conmovedores Hermanos Marx: una veloz respuesta a una inmediata reacción; la corrección de un cliente en medio de una conversación con sus otros comensales sin ningún atisbo de mala educación; y dejar traslucir su íntegro humanitarismo en cada segundo de sus existencia. Todo bondad, eficacia y generosidad.
El tercero y último de mis camareros rememorados se llamaba Domingo y ejercía su magnífico y exitoso oficio en Barcelona, en la calle de Muntaner casi esquina con Travessera de Gràcia. El local llevaba por nombre Bar Besaya. Nunca le mencioné el origen de esta palabra, pero tampoco conseguí relacionarla con algo referente a su camarero (Besaya es un río de Cantabria que bautiza, a su vez, la comarca homónima cuya capital es Torrelavega).
Domingo era brillante en su oficio y producía alegría y sonrisas a la gran mayoría de sus clientes, muchos de los cuales eran actores de cine, teatro y televisión…había, justo enfrente, el Teatro Moratín. Era barcelonés de nacimiento pero hablaba un catalán penoso: vulgar, ordinario, chabacano, pedestre y rústico, cosa que le agrandaba su personalidad (pronunciaba algo así como Picasso en todas las lenguas que maltrataba o destrozaba directamente. Para regocijo de todos, tenía la capacidad de sorprender a sus clientes con gestos exagerados, bromas de alto nivel intelectual y algunas actuaciones apayasadas (a veces podía sorprender al personal sirviendo una croqueta gigantesca, colosal, imponente.
En fin, ya se pueden imaginar ustedes la tristeza en que me sumerjo entrando en cualquier local del ramo de la hostelería y ver la grisácea situación que ofrecen, en general, los camareros que he descrito al principio: pena, penita, pena, como decía la curiosísima Lola Flores que —por si no lo sabían— quiso anunciarse en calles y metros de Nueva York en su debut en América con un texto que se inventó ella personalmente: “Lola Flores: no sabe bailar, no sabe cantar, no sabe hacer casi nada… pero ¡no se la pierdan!
Cómo me gustaría que Siso, Puig y Domingo me pudieran servir mis gin-tonics en mi tumba…