Dos informaciones me golpean hoy cuando doy la bienvenida al día echando un vistazo virtual a los medios de comunicación. La primera, los ecos del tiroteo indiscriminado que acabó con la vida de 50 personas en Orlando e hirió a una cincuentena más. La segunda, que, sin duda pasará más desapercibida, lleva por titular “Cris es como debería ser Dios” y la firma el siempre sobrecogedor Pedro Simon en “El Mundo”, haciéndose eco de “Cómo explicarte el mundo, Cris”, obra en la que Andrés Aberasturi habla sobre su hijo con parálisis cerebral.
Ambas informaciones me hacen pensar en la bendita “normalidad” (entrecomillo eso de normalidad, que nadie me malinterprete), en la fortuna que supone creerse protegido de los reveses porque la mayoría de las personas que amas no formen parte de un colectivo con alguna “característica especial” (esto también entre comillas). Las víctimas del tiroteo de Orlando estaban en un club gay y el hijo de Andrés Aberasturi padece una enfermedad que le impide vivir la vida en plenitud. Ni la condición sexual de los primeros ni la enfermedad del segundo son malas, pero son detalles que hacen diferentes a unos y otro.
Diferentes. Ni mejores ni peores, ni buenos ni malos. Simple y maravillosamente diferentes. Ninguna diferencia justifica que una persona se crea en el derecho de excluir a otras, de condicionar su vida o acabar con ella. La diferencia debería estimular actos de amor como el de Andrés Aberasturi, capaz de compartir con valentía y crudeza su vivencia para alentar a otros a entender y aceptar lo que supone tener un hijo con la salud pendiente de un hilo, no actos de odio como el que ha perpetrado Omar Saddiqui, con familias de las víctimas de su acción nos solidarizamos. La diferencia es riqueza por mucho que haya quien intenta construir sobre ella un edificio de destrucción y dolor.